Enrique estaba callado ante la manifestación de su hermano mayor. Después de muchos años vividos, después de muchos intentos de enderezar su vida, después de muchas ideas concebidas, confesaba que la mayor ausencia de su vida era la paz.
Aquellas palabras resonaban en el cuarto. La luz de la tarde declinaba. Una suave brisa movía las cortinas. Enrique callaba. Escuchaba aquella afirmación y se estremecía de la verdad profunda que llevaba. Decía que nunca había gozado de la paz. Siempre había estado en guerra, en oposición, en cualquier ejercicio de su presencia.
Enrique pensaba en su interior. Se sorprendía. De todas las ideas que se le pasaban por la cabeza, no se imaginaba a su hermano sin paz. Su seguridad interna era proverbial. Su fuerza para llevar proyectos adelante, incansable. Sus estímulos fuertes e inapelables. Muchas veces, se había sentido animado por las palabras de su hermano.
Ahora, en aquellos instantes, en esos minutos de auténtica comunicación, la ausencia de paz atravesaba los muros, los techos, los elementos materiales para ofrecerse como una petición al universo de necesidad de paz que había sentido en su vida.
Enrique se preguntaba cómo darle paz a su hermano. Aquellas líneas que tenían delante de sí le respondían: “tu práctica, por lo tanto, debe basarse en que estés dispuesto a dejar a un lado toda pequeñez”.
“El instante en que toda grandeza ha de descender sobre ti se encuentra tan lejos como tu deseo de ella”.
“Mientras no la desees, y en su lugar prefieras valorar la pequeñez, ésa será la distancia a la que se encontrará de ti”.
“En la medida que la desees, en esa medida harás que se aproxime a ti”.
“No pienses que puedes ir en busca de la paz a tu manera y alcanzarla”.
“Abandona cualquier plan que hayas elaborado para tu paz y sustitúyelo por el del Padre”.
“Su plan te satisfará”.
“No hay nada más que pueda brindarte paz, pues la paz es del Padre y de nadie más que Él”.
Enrique vislumbraba un poco más la carencia de paz en su hermano. Siempre había tenido planes para todas las cosas. Tenía ideas personales. Era fuerte en su constitución y en su carácter. Llevaba sus planes adelante con toda determinación.
En aquella tarde, su hermano se daba cuenta que toda su fuerza había sido inútil. Los dos hermanos releían estos renglones: “abandona cualquier plan que hayas elaborado para tu paz y sustitúyelo por el del Padre”. La idea iba cayendo como iba cayendo la tarde. La luz se encendía en sus mentes conforme la luz del día iba marchándose.
Los dos hermanos, mirándose, callados, sintiéndose comprendidos, posaban sus ojos en la frase final: “No hay nada más que pueda brindarte paz, pues la paz es del Padre y de nadie más que Él”.
Un abrazo silencioso, una presión auténtica, un cariño profundo, unió aquellas dos vidas fraternas. Y estando ellos unidos, Jesús se unió a aquel abrazo. Los tres dejaron sus vidas en las manos del Padre. Y la paz fue cayendo como una energía atrapada que se derramaba sobre los tres totalmente liberada.
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