jueves, agosto 11

RECORDAR, ORIGEN, ACEPTACIÓN

Eduardo repasaba los puntos sobresalientes de la lectura. Quería conocer cuál era la metodología que proponía para restaurar en cada ser humano toda su plenitud. Había tres palabras que le llegaban muy cerca: recordar, origen, aceptación.

El ser humano, entendía, no debía llegar a ningún nivel. No debía alcanzar algo nuevo. Debía solamente recordar lo que ya estaba en su corazón interno: “Tú que has sido despiadado contigo mismo, no recuerdas el Amor de tu Padre. Y al contemplar a tus hermanos sin piedad, no recuerdas cuánto Lo amas. Tu amor por Él, no obstante es por siempre verdadero”. 

Nunca había considerado este método de recordar. Nunca había creído que nada bueno saliera de su corazón, de su mente, de su vida, de sus relaciones. Siempre le habían hecho sentir todo aquello de lo que carecía. Todo aquello de lo que le faltaba según las personas que le conocían. 

Eduardo agradecía este nuevo método de acercamiento a su realidad. Se le sugería recordar y buscar el recuerdo dentro de sí. Por fin, alguien sensato y verdadero le devolvía la ilusión de vivir. La ilusión de valorarse. La ilusión de aceptarse como una persona especial. 

Debía recordar a su Padre, debía recordar a su Amor a través de las huellas que ese mismo amor había dejado en su corazón. Eduardo gozaba, se alegraba, se despertaba de esa maldita pesadilla de que no había nada bueno en su interior. 

Al fin, le había llegado el momento de verse en su auténtica visión. Y esa visión le alegraba muchísimo. Quizás, por primera vez, se veía a sí mismo con ese amor que tanto había ignorado a lo largo de su vida. 

Se quedaba sorprendido por la actitud dura, despiadada y sin piedad que había tenido consigo mismo. Al tenerla consigo mismo, la tenía también con sus hermanos. La idea de conjunto, de unidad, le dolía en el alma. Había luchado contra él mismo. Había luchado contra la unión de sus hermanos. 

Ahora una mano sencilla, con sutiles medicamentos de amor y ternura, empezaba a curarle la herida del sentimiento roto y abierto, incurable por la rabia. Debía tratarse a sí mismo con la misma solicitud que esa mano cariñosa, atenta a cerrar sus heridas del corazón. 

La segunda palabra de la metodología le llenaba: su origen. “La perfecta pureza en la que fuiste creado se encuentra dentro de ti en paz radiante. No temas mirar a la excelsa verdad que mora en ti. Mira a través de la nube de culpabilidad que empaña tu visión, más allá de la oscuridad, hasta el santo lugar donde verás la luz”. 

Su origen le daba una fuerza inusitada. Una seguridad inigualable. Una paz llena de encanto. Una tranquilidad jamás sentida. El santo lugar que siempre había visto reflejado en las piedras, cambiaba ahora su aposento. El santo lugar estaba en su corazón descargado de culpabilidad. 

No podía pedir más. Eduardo se maravillaba. Eduardo brotaba como agua nueva de manantial. Sus raíces estaban en lo hondo de una verdad santa y eterna. La visión del nenúfar que crece en aguas de lodo. Sin embargo, sus raíces están ancladas en el agua pura. 

Eduardo quería brotar con esa visión del nenúfar. Ahora ya no era una ilusión. No era un bonito pensamiento. No era una agradable sensación. Era su propia realidad que despertaba gozosa a una nueva visión: Anclar su raíz en las aguas puras de su origen santo. 

Eduardo se serenaba. Empezaba a comprender. Asentía con su cabeza, con su corazón, con todos los poros de su piel,  con los ojos perdidos en el cielo azul de las montañas. Unía el cielo con la tierra. 

En esa amplitud, latiendo su corazón vibrante, se embarcaba en la tercera palabra: aceptación. “La Voluntad de Cristo es como la de Su Padre, y Él es misericordioso con todas las criaturas de Dios, tal como quisiera que tú lo fueses”. 

Eduardo grababa estas tres palabras en su mente: recordar, origen, aceptación. Tres palabras que le habían descubierto la verdad de su mundo interior. Tres palabras que le habían devuelto la vida. Tres palabras que, sin pensarlo, abrieron una profunda zanja de amor en su agradecido corazón.

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