Mario repasaba su vida. Cuando pasaba por la década de los treinta a los cuarenta, cierta sensación fría encogía su pecho. Durante esos años había perdido, primero, a su madre, y más tarde, a su padre. Sus referentes habían desaparecido. Los límites de la edad se habían hecho presentes. Había ganado consciencia de la brevedad de la vida.
Sintió la vulnerabilidad de la vida en su propia carne. Las inseguridades se hicieron patentes en su ánimo. Se repetía, para sí mismo, que la sensación de seguridad era el colmo de la felicidad. Hacer desaparecer esos momentos de impotencia ante las incidencias que te iban llegando era un campo placentero.
Concluía que las seguridades no existían y que se debía vivir con todas las propuestas que te enfrentaba la vida. Todo había que vivirlo. Lo único que le quedaba era pasarlo lo mejor posible. Ciertas sensaciones de vértigos recorrían su cuerpo. Un abismo interno, en ocasiones, se abría y lo engullía en una especie de angustia.
Tenía la posibilidad de salir de esos pozos negros que se le presentaban en sus pensamientos. No era consciente de que todo radicaba precisamente en los pensamientos. Ahora, desde la distancia lo comprendía mucho mejor. Así que la lectura de aquellas líneas le llenaba de una nueva alegría y de unas nuevas ideas que le cambiaban la vida.
“La verdad, simplemente por ser lo que es, te libera de todo lo que no es verdad”.
“La Expiación (deshacer el error) es tan dulce, que basta con que la llames con un leve susurro para que todo su poder acuda en tu ayuda y te preste apoyo”.
“Con el Padre a tu lado no puedes ser débil”.
“Pero sin Él no eres nada”.
“La Expiación te ofrece al Padre”.
“El regalo que rechazaste, Él lo conserva en ti”.
“El Espíritu Santo lo salvaguarda ahí para ti”.
“El Padre no ha abandonado Su altar, aunque Sus devotos hayan entronizado otros dioses en él”.
“El templo sigue siendo santo, pues la Presencia que mora dentro de él es la santidad”.
Mario en el repaso de su vida había constatado la verdad de esa frase: “Con el Padre a tu lado no puedes ser débil. Pero sin Él no eres nada”. La Sabiduría del Padre le había hecho ir por la vida con paso firme y comprensivo. Le había servido en sus sesiones de asesoramiento. En sus conversaciones privadas buscando solución a los problemas de la vida.
En las decisiones delicadas de su familia, esa Sabiduría le había dado muchas y buenas noticias. Sentía esa afirmación grabada en su vida. Y en esos pensamientos gozosos, sentía también que el altar del Padre estaba firmemente asentado. Le impactó descubrir que el altar del Padre estaba en el pensamiento.
Por ello, no se permitía dejar pulular conceptos en la mente diferentes a la propuesta del Padre. Sentía la mano del Padre en su vida, en sus circunstancias de cada día y en sus relaciones personales. Se sentía gozoso de ser el anfitrión de su Padre. Se sentía agradecido por comprender la hermosa decisión del Padre de habitar en él.
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