Sergio se encontraba un tanto perplejo por lo que estaba leyendo. Tenía grabada en su mente la hoja del libro en su curso de primaria, cuando era un niño, donde se mostraba un triángulo y, en su interior, un ojo. Una inscripción al pie del dibujo decía: “Dios lo ve todo”.
En muchos momentos había sentido miedo del Padre. Se sentía vigilado más que cuidado. Parecía que atentaba contra su libertad. No podía realizar nada sin que ese ojo escrutador lo viera. Toda su vida bajo la mirada censuradora del Todopoderoso.
Eso era también lo que le decían los adultos. Sergio sentía una injerencia del Eterno en su vida personal y privada. En muchos momentos tenía ganas de realizar acciones que los adultos censuraban. Pero, siempre se acordaba de esa mirada del ojo dentro del triángulo. Era un inconveniente que había que sufrir. Sergio así, se daba cuenta de que no gozaba de ninguna libertad.
El asunto de la libertad tenía que estar presente en el hombre. De otro modo, era una obligación estar con el Padre. Por esos pensamientos, Sergio consideraba esas propuestas del propio Jesús: “El Espíritu Santo sólo te pide esto: que lleves ante Él todos los secretos que le hayas ocultado”.
Sergio reconocía entonces que había vivido totalmente equivocado. El Padre no podía verlo todo. El Padre no era ese ojo escrutador al que no se le escapaba nada. Daba libertad. Por ello, se le podían ocultar secretos. El ser humano no estaba perdido delante del Padre. La independencia de la criatura estaba asegurada.
Sergio se levantó. Empezó a dar paseos por su habitación. Recorría la misma distancia de ida y de venida. Su mente se abría y todos sus planteamientos se destruían. Colapsaban como castillos de naipes. Respiraba fuertemente. Tomaba aire todo el que podía. Lo expulsaba lentamente para poder tranquilizar a su cuerpo ante tal magnificencia de libertad.
Sergio se topaba con la libertad en la misma fuente que él había pensado que se la quitaba. Seguía leyendo con mucho interés. Se sentó en la silla. Fijó sus ojos y siguió la línea con toda concentración: “Ábrele todas las puertas y pídele que entre en la oscuridad y la desvanezca con Su Luz”.
“Si lo invitas, Él entrará gustosamente”.
“Y llevará la luz a la oscuridad si le franqueas la entrada a ella”.
“Pero, Él no puede ver lo que mantienes oculto”.
“Él ve por ti, pero a menos que tú mires con Él, Él no puede ver”.
“Llévale, por lo tanto, todos tus pensamientos tenebrosos y secretos, y contémplalos con Él”.
“Él abriga la luz y tú la oscuridad”.
Sergio subrayaba ciertas palabras con especial atención: “Si le invitas. . .”, “si le franqueas la entrada. . .”. Toda una libertad se expandía ante sus ojos, ante sus pensamientos, ante su mirada. El Eterno no era un escrutador ni un censurador. Ante esas afirmaciones, su alma estallaba de gozo y escribía en su mente ese nuevo título: El dador de libertad, el que respeta la libertad.
La incomodidad de Sergio iba desapareciendo. Pensaba que era justo en el inicio donde la libertad de la criatura debía morar, debía estar. La libertad del hombre era la cualidad que lo identificaba como divino, tal cual era el Creador. Ese descubrimiento le cambiaba toda su visión.
Sergio sentía que había vuelto a nacer. Un cambio radical de pensamiento se había producido en su experiencia. Buscaba la libertad alejándose de la fuente de libertad. Las enseñanzas previas lo habían confundido. Se repetía la frase para sus adentros: “Si lo invitas, Él entrará gustosamente”. Y el argumento era poderoso: “Él no puede ver lo que mantienes oculto”.
Sergio levantaba su mirada. Se perdía en el horizonte. Los rayos de sol caían. Una confusión iba evaporándose de su mente. Vio al Eterno, por primera vez, con esa hermosa libertad que siempre había atesorado en su corazón. El Padre no podía ser escrutador, censurador y vigilante. El Padre se revelaba como respetuoso total, comprensivo, amante, dispuesto, pero no intervenía sin la libertad de cada un@.
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