Abel estaba realizando su etapa de preparación de su servicio militar obligatorio. Se había trasladado a la capital de la provincia. Un autocar de su ciudad había congregado a todos los nacidos en aquel año para incorporarse al ejército de forma obligatoria. No se podía eludir. Y el autobús los llevó al campamento de instrucción situado en las afueras de la capital de la provincia.
A los tres meses estaba la ceremonia de clausura de aquel campamento de instrucción. Sus padres hicieron planes para asistir a la ceremonia. Después, todos juntos irían a ver a sus abuelos en otra ciudad. La expectación, la alegría, el júbilo, el desconocimiento y los nuevos lugares se mezclaban en la mente de sus padres.
Una vez acabada la clausura, Abel y sus padres se dirigieron a su coche particular. Al llegar al coche, el carácter perfeccionista, miedoso, inseguro de su padre apareció. Le dijo a Abel que no iba a cruzar la capital porque no la conocía. Alegaba que se podría equivocar y conducir en una dirección prohibida.
Abel veía que su padre magnificaba lo desconocido. Le tenía miedo. Le daba temor. Lo petrificaba. Y decidía no intentarlo. Abel tranquilizó a su padre y le dijo que él conduciría y atravesaría la ciudad. No le veía ningún problema. Si se equivocaba, tranquilamente rectificaría. No había ninguna otra alternativa. No se podía controlar todo. No se podía conocer todo.
Era un viaje a lo desconocido. Abel tenía cierta orientación. Sabía que si se dirigía hacia el sur se toparía con la línea de mar y la carretera seguía paralela al mar. La madre de Abel era más abierta, más osada, más atrevida. Pero, la influencia de su esposo le había llenado también de miedo. Abel reconocía que el desconocimiento inutilizaba a sus padres.
Abel se decía para sí mismo que no era lógico que su padre exigiera tanta perfección. Viendo la actitud que tenían sus padres, Abel cogió las llaves del coche, abrió y se sentó en el asiento del conductor. Les dijo a sus padres que no pasaba nada. Con toda seguridad, encontrarían la salida y la carretera para ir a ver a sus abuelos.
Esa situación le hizo recordar unas ideas que había leído: “La jornada que juntos emprendemos es el intercambio de la oscuridad por la luz, y el de la ignorancia por el entendimiento”.
“Nada que entiendas puede ser temible. Es sólo en la oscuridad y en la ignorancia donde percibes lo aterrador”.
“Lo tenebroso es aterrador porque no comprendes su significado”.
“Si lo comprendieses estaría claro para ti, y ya no estarías en la oscuridad”.
“Lo que está oculto no puede ser amado, y, así, sólo puede ser temido”.
“No hay tinieblas que la luz del amor no pueda disipar”.
“Lo que se mantiene fuera del alcance del amor no puede compartir su poder curativo”.
Abel empezaba a comprender la paralización que sentía su padre en esa situación. Era una persona perfeccionista. Exigía mucho de los demás. Les lanzaba pensamientos despreciativos ante las equivocaciones que cometían. No les perdonaba. No les dejaba pasar una. En el campo de la conducción el padre de Abel conocía muy bien su ciudad. No reparaba que algunas personas desconocían algunos trayectos.
Al entender que él estaba en una situación de desconocimiento, la perfección que exigía a los demás, veía que él mismo no podía cumplirla. Algún error cometería sin lugar a dudas. Y no quería cometerlo. Una falta completa de amor, de comprensión, cruzaba sus sienes. Ahora se veía enfrentado con una realidad donde el amor que necesitaba él, normalmente, no lo concedía.
Abel pensaba en aquella frase: “No hay tinieblas que la luz del amor no pueda disipar”. Se dio cuenta de que no iba a hacer cambiar a su padre. Arrancó el coche, siguió dirección sur. Fue siguiendo los desvíos obligatorios. Y con una pequeña ayuda de su padre, fue atravesando la ciudad sin ninguna novedad. Alcanzó la carretera paralela a la playa y se dirigieron a casa de sus abuelos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario