Josué estaba tranquilo frente a su mesa. Su ordenador delante de sí. Su libro a su lado. Depositado sobre un atril que lo elevaba, le facilitaba su lectura. Era importante para él. Le había gustado la definición de espiritualidad que había escuchado. Era tener consciencia del sentido de la vida personal. Josué veía que todo humano tenía que responder a esa pregunta.
Esa respuesta organizaba sus actos, sus pensamientos, sus ideas, sus proyectos y todos los elementos de su vida. También se daba cuenta que sus sentimientos tenían su lugar en sus decisiones. Nadie podía zafarse de este concepto de espiritualidad. Era lo maravilloso de ser humano. Esa libertad se ponía en funcionamiento y el ser prodigioso tenía que elegir.
Después de unos años de dependencia, la libertad se instalaba y se ejercía en las múltiples decisiones que se hacían a cada momento. Josué estaba contento con esa libertad que anidaba en su ser. Y cada día más, veía que debía ejercitarla y respetar la libertad de los demás.
Era su tesoro personal. Su libertad, y sus decisiones libres, lo formaban, lo creaban, lo hacían, lo maduraban y lo iban moldeando en el sentido que Josué escogía. Lejos quedaban esos conceptos: “te quiero tanto que te sobreprotejo”. Josué veía que amputar la libertad de un ser humano era el peor servicio que se podía dar en el proceso educativo.
Josué se dejaba llevar por las líneas que estaba leyendo: “El eslabón a través del que el Padre se une a quienes Él da el poder de crear jamás puede ser destruido”.
“El Cielo en sí es la unión de toda la creación consigo misma, y con su único Creador”.
“Y el Cielo sigue siendo lo que la Voluntad de Dios dispone para ti”.
Josué veía dos aspectos. El primero, que le llamaba la atención, era el enorme vínculo entre el Padre y sus Hijos. Una unidad y una relación totalmente segura y comprensible. El segundo era que, a pesar de esta unión maravillosa, el Padre daba libertad total. “No deposites ninguna otra ofrenda sobre tus altares, pues no hay nada que pueda coexistir con el Cielo”.
Jesús nos informaba. Nos sugería. Nos compartía. Nuestra era la elección. “Ahí tus insignificantes ofrendas se depositan junto al regalo del Padre, y sólo lo que es digno del Padre es aceptado por el Hijo, a quien va destinado”.
Josué sentía una doble satisfacción. La primera era la libertad otorgada por el Padre. Se podía elegir otra ofrenda distinta a la del Padre. El ser humano podía construir de otra forma distinta a la indicada. Su libertad era intocable. Era suprema. La segunda satisfacción venía del reconocimiento de que todo lo que satisfacía al Padre le satisfacía a él también.
Josué veía que tenía materia para ir haciendo decisiones. Se iba conformando con ellas. Se sentía seguro con esas orientaciones. Se sentía feliz por la verdad que tenían. Como padre, veía la sabiduría de esas propuestas. Amaba al Padre por la libertad que le daba y por Su enorme generosidad. También pensaba que apreciaba mucho esa libertad en sus padres y que se la entregaba a sus hijas. Las bases del amor estaban así, firmemente establecidas.
Un pensamiento vibrante de armonía y bienestar. La obra divina sintetiza a través de su hijo, una verdad auténtica y generosa. Otorgas a los demás, bello hijo de Dios, lo que tu corazón dicta como precioso y regalo. Un gracias encarecido y afectuoso a tan estimada voz. Namasté.
ResponderEliminarNos unimos en amor del Padre. Namasté.
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