Rafa se dejaba llevar por esos pensamientos que rompían un poco el esquema que sus padres le habían compartido. Ese sentirse único frente a los demás. Ese sentirse diferente a todos. Ese experimentar que se tenía que defender frente a una serie de gente de difícil adjetivación pero amenazante.
En muchos momentos de su vida se había dado cuenta de lo placentero que es dar la ayuda desinteresada. Ofrecer una sonrisa, una mano de ayuda, compartir un conocimiento sin ninguna otra intención que ofrecer algo que a él no le costaba.
Cierto día, jugando en su ciudad, se le acercó un señor con una maleta. Acababa de llegar en al autobús de línea. Le preguntó amablemente por una dirección. Estaba lejos. Trató de explicárselo lo mejor que pudo. Llegado un momento, decidió que podría acompañarle y evitarle al señor perderse o equivocarse.
Eran momentos de sus diez años que habían quedado impresos en su corazón. Con alegría iba caminando, el señor a su lado con su maleta. Atravesando calles, plazas y algunas callejas estrechas iba dirigiendo al caballero sin ninguna duda a su destino.
Rafa se sentía contento. No era un esfuerzo para él compartir el conocimiento de su ciudad. Llegaron al lugar. Rafa le indicó la calle. Se despidió del señor con mucha naturalidad. La voz del caballero resonaba en sus oídos al darle su gratitud por su bondad.
Rafa descubría que se sentía bien. Emprendió el camino de regreso. Iba saltando, jugando, haciendo eses. Se sentía contento. Era una forma de compartir algo sencillo con alguien. Una vertiente de la vida que le llamaba mucho la atención.
Cuando descubrió que cada uno de nosotros formaba parte de los demás, comprendió que la forma de tratar a ese señor era la forma de tratarse a sí mismo. Siempre le habían hablado de ser amable para recibir alguna recompensa de las personas.
Aquel señor no le dio ninguna recompensa. Sin embargo, sus gracias, y su reconocimiento, le hicieron mucho más que cualquier otro presente que pudiera imaginar. Intuía que se había tratado muy bien a sí mismo. No dudó en ayudar al señor. No dudó en ayudarse a sí mismo.
Ahora a la distancia, Rafa reflexionaba que cuando dejabas de compartir alguna cosa hermosa con los demás, dejabas de compartirla contigo. Todos vivían dentro de uno. Si menosprecias a alguien, te menosprecias a ti mismo. Ese asunto de la unidad le daba vueltas por la cabeza. Yo te amo, y como tú eres yo, cuando te amo, realmente me amo.
Era romper ese concepto recibido en su casa. Los demás van por sus propios caminos y por sus propios intereses. Sin embargo, su corazón latía con fuerza cuando ayudaba a su madre, a sus hermanos, a su familia, a sus amigos, y en aquella primera ocasión, descubrió el latido de su corazón con todos aquellos que estaban fuera de su círculo habitual.
Se sentía identificado con la idea de la universalidad reflejada en el centro de su ser. Quererse a sí mismo era querer a todos. Querer a todos era quererse a sí mismo. Respetarse a sí mismo era respetar a todos. Respetar a todos era respetarse a sí mismo. Una ayuda a los demás era una ayuda a sí mismo. Una ayuda así mismo era una ayuda a los demás.
Ese descubrimiento le dejaba marcado por la verdad que contenía. Pequeñas incidencias de la vida que llevaban profundidades que aparentemente no existían. Pero aquel detalle todavía relucía en su mente. La intuición de su corazón le guió con claridad. No ayudó a aquella persona en particular. Ayudó a la humanidad dentro sí y se ayudó a sí mismo donde vivía la humanidad.
Descubrió, por primera vez, el círculo amplio que vivía dentro de él.
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