Juan se estaba enredando con una palabra en el diccionario. Se trataba del término prejuicio: opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal. La misma forma de la palabra ofrecía una clara información: el prefijo “pre” con el significado de previo, anterior, antes de y la palabra “juicio”. Así veía que, si ya el juicio era delicado en sí, ahora se veía intensificado con un sufijo que acentuaba la idea de falta de conocimiento.
Por ello, el “pre-juicio” es un juicio sin conocer. Siempre condena. Siempre lanza su polvo de color negro y evita ver la verdad en su limpieza. La fuerza de los perjuicios era contundente. La mente los admitía como verdades que ni siquiera se había tomado la molestia de pensarlas, de reflexionarlas, y de clarificar lo equivocado que contenían.
Juan se quedó cierto día sorprendido al ver cómo las palabras se podían manipular para crear realidades que no existían. Era un manual sobre la realidad de las palabras y la creación de relaciones entre las personas. Con solo “tildar” a una persona de “enemigo”, se le podía disparar, se le podía ofender y atacar. Todo resuelto y justificado en el agresor: “Lo agredí porque era mi enemigo”.
Cuando era joven vio cierta película juntos con sus amigos. En una escena unos soldados dispararon a otros soldados enemigos y los abatieron. Al registrar sus bolsillos, se encontraron con las fotos de los padres, de la novia y de ciertas notas de su futuro juntos. Los soldados vivos descubrieron que eran personas como ellos, con el mismo tipo de relaciones y con fotos parecidas a las que llevaban en sus bolsillos. El director de la película quería poner en evidencia esas relaciones de personas que realmente eran similares.
Juan se daba cuenta de sus prejuicios que funcionaban dentro de él sin tener sentido. La típica expresión: “me gusta”, “no me gusta”, aplicada a todos los terrenos de la experiencia adquirían tintes nocivos cuando se aplicaban a las relaciones humanas. Esas expresiones podrían tener sentido en algunos alimentos y en algunos detalles accesorios de la vida. Pero, eran totalmente inadecuadas referidas a personas humanas.
Juan pensaba, con cierta sonrisa en sus labios, una anécdota que leyó en un libro. Un joven negro quería entrar en una iglesia de blancos. El portero de la iglesia no le permitía la entrada. El joven negro acudía regularmente para escuchar del portero la misma expresión: “no puedes entrar”. El joven negro se fijó en una persona que también hacía lo mismo que él. Siempre que había servicio acudían los dos. Un día se puso muy triste.
La persona se le acercó y le preguntó: “qué te pasa hoy, te veo más preocupado que de costumbre”. El joven negro le contestó: “mi corazón no entiende lo que me dicen. No entiende la prohibición. No elegí nacer negro. No elegí estar aquí. ¿Por qué me rechazan?”. La persona le pidió que si le permitía abrazarlo. El joven negro se sorprendió. Pero, se alegró tanto que le permitió aquel abrazo de aquella persona desconocida.
Sintió que su corazón vibraba. Sintió que la vida subía por sus venas. Sintió que aquella persona había sido muy amable y que, por fin, alguien olvidaba su apariencia y su pasado y lo aceptaba tal cual era. Alguien pudo ver más allá de la ropa, más allá de la piel, más allá de la cartera y de su poder económico, más allá del prejuicio que había alimentado sin saber. El joven negro se sintió florecer, vivir, sonreír y vibrar. El abrazo duró mucho tiempo. Todo el tiempo que el joven negro pidió al cielo que le dijera esos porqués imposibles de entender.
Una vez satisfecho, se fue separando poco a poco. Lleno de cariño, de asombro, de bondad. Lleno de emoción se atrevió a preguntar. “¿Por qué ha sido usted tan generoso de compartir conmigo tanta bondad?”. La persona le sonrió. Le dijo muy quedo. “Te comprendo perfectamente, te comprendo en toda tu incidencia, en tu desprecio y en tu falta de valoración. Soy Jesús. Yo también vengo como tú a cada servicio que tienen. Y como a ti, tampoco me dejan entrar”.
La persona inició su marcha, bajó la calle. Desapareció pronto. El joven negro se sintió reconfortado. Se dijo para sí mismo: “Me rechazan en la iglesia por el color de mi piel, pero el Santo de los Santos no me rechaza porque el Amor vibra en la misma arpa de cada corazón”. El prejuicio se esfumó y aquella persona dejó claro que nadie tenía en su interior un corazón de distinto color.
No hay comentarios:
Publicar un comentario