Samuel paseaba por la orilla del mar. Era un lugar sin gente, tranquilo. Las olas llegaban con armonía y se deshacían en la arena de la playa. Ese suave murmullo del mar en movimiento traspasaba sus oídos de un modo suave, pleno de potencia, lleno de caricia olorosa salina. La brisa lo abrazaba por todos lados. Se sentía envuelto, querido y amado por toda la naturaleza. Sus ojos iban de la arena al azul de la lejanía.
Los cálidos colores del sol resbalaban por la superficie de las aguas. Invitaba a su mente a dejar el lugar y marcharse, con los rayos, a la altura inalcanzable del infinito. Su alma vibraba. Se solazaba y recogía alegrías de los detalles que recogía en su entorno en forma de trinos, en forma de melodía, en forma de paz que inundaba su alma.
Su pensamiento se adentraba en su ser. Se dibujaba en el horizonte lo que su interior proyectaba. Esas palabras que había escuchado le habían llegado muy hondo: “nunca serás más grande que tus sueños”. Lidiaba con esas palabras que le motivaban, que le incitaban, que le movían y veía en ellas ecos de verdad sentida y profunda.
Su modelo lógico las analizaba. Admitía que tenían razón. El ser humano se diferenciaba de las otras especies por la falta de instinto que regulaba todos sus movimientos. El ser humano, se hacía, se pensaba, crecía, se desarrollaba y ampliaba las ideas que iban cocinándose en su interior. Samuel sabía que, si no soñaba con la libertad, nunca sería libre. Si no soñaba con la grandeza, nunca sería grande. Si no soñaba con el amor, nunca sabría ni sentiría esa experiencia.
Si no soñaba con volar, nunca volaría. Si no soñaba con expandir sus dones, nunca saldrían a la luz. Si no soñaba con oportunidades, nunca las identificaría. Si no soñaba con cambiar, nunca cambiaría. Si no soñaba con madurar, nunca maduraría, aunque se fuera haciendo mayor. Sus sueños eran los límites de aquello que en la vida conseguiría. En sus sueños con los ojos abiertos, en la serenidad de la playa, se abrían las compuertas de aquello que llegaría a ser.
Recordaba esas líneas que todavía se repetían en su cabeza: “Dentro de ti, está la santa señal de la perfecta fe que tu Padre tiene en ti”.
“Tu Padre no te evalúa como tú te evalúas a ti mismo”.
“Él se conoce a Sí Mismo y conoce la verdad que mora en ti”.
“Sabe que no hay diferencia alguna entre Él y dicha verdad, pues Él no sabe de diferencias”.
Samuel constataba que estaba llamado a grandes empresas. Reconocía esa mirada del Padre y la grandeza que Él había puesto en cada ser humano. Siempre le sorprendían los textos que hablaban de la mirada de Jesús. Su mirada veía dones que nadie pensaba que tenía.
Posibilidades que nadie entreveía. La mirada era de apoyo, de confianza, de alegría, de sabiduría, de conciencia, de ánimo. Una invitación que abría el alma, dejaba salir los suspiros y las verdades eternas salían de su visión.
Samuel todavía recordaba, con emoción, aquella mirada humana y sincera de su primer director. Supo motivarlo, ilusionarlo, entusiasmarlo en sacar maravillas de su interior. Así cada uno de nosotros se convierte en esa mano preciosa, bella de nieve, repleta de sol que ofrece la belleza y la luz para que salga nuestra riqueza del interior.
“Tu Padre no te evalúa como tú te evalúas a ti mismo”.
“Él se conoce a Sí Mismo y conoce la verdad que mora en ti”.
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