Felipe estaba hablando consigo mismo. Se veía desdoblado en dos Felipes. Uno era el que sentía, experimentaba, seguía unos criterios y se dejaba llevar por sus impulsos. Una experiencia que debía tener presente. Otro era el que reflexionaba, leía, aprendía y veía cómo podía incorporar esos nuevos conceptos a su vida. Era un mecanismo que repetía en muchas ocasiones. Su mente veía el desdoble.
Cuando el Felipe lector aprendía conceptos novedosos y distintos a los que vivía en su vida diaria, siempre tenía que confirmar con el Felipe de experiencia que llevaba a cabo sus pensamientos a la acción en cada instante de su vida. Así, hasta que los dos Felipes no se ponían de acuerdo, los nuevos conceptos se quedaban en el Felipe lector. Una vez confirmados con el Felipe de experiencia, entonces se incorporaban con fuerza, intensidad y vigor.
El Felipe lector había descubierto que nadie era especial: “El Espíritu Santo sabe que nadie es especial”. Una afirmación que, de entrada, chocaba con el Felipe de experiencia. La formulación atraía. Había que pensarla y reflexionarla. Si nadie era especial, eso implicaba que todos éramos igualmente maravillosos y agradables. Si nadie era especial, se deducía que no había categorías, no había comparaciones, no había privilegios. Si nadie era especial, todos éramos igualmente especiales.
Era una nueva mirada sobre los demás muy novedosa. Así se terminaban esas expresiones de: “me gusta”, “no me gusta”, “me cae bien”, “me cae mal”. Se dio cuenta de que, en su interior, sus juicios estaban basados en la naturalidad de la distinción, de la separación y de la mirada distinta según las relaciones que había. Ver la riqueza en el otro era una novedad. Admitía que todo ser humano llevaba una riqueza en su interior.
Admitía que debía corregir, en su mente, la cualidad de su mirada. Si él se sentía como un ser con una riqueza extraordinaria en su interior, debía descubrir en los otros esa riqueza maravillosa. Todos la poseían sin excepción. “El Espíritu Santo sabe que nadie es especial”. La frase se repetía en su mente y se volvía cada vez más grande y verdadera. Aceptaba que admitir la riqueza en los demás confirmaba la riqueza en su interior.
Era un acto de justicia personal. Era una decisión de tratarse a sí mismo de forma comprensiva. Era el camino hacia su interior. Era aceptar que su mente personal no era especial, ni seleccionada, ni particular. Todas las mentes eran iguales y funcionaban de la misma manera. Todas tenían la facultad de elegir, de ser libres, de tomar decisiones, de desarrollar sus dones en una dirección u otra.
Todas las mentes procedían del mismo lugar. Todas las mentes, en realidad, eran una. Y esa unidad golpeaba fuertemente en la mente de Felipe. ¿Por qué hacer distinciones entre los demás? No tenía ningún sentido. Cada persona era similar a otra. Por ello, en lo concerniente a su tesoro interior, todas llevaban su debido equipamiento. El Felipe de la experiencia empezaba a aceptar la propuesta del Felipe lector, curioso, investigador.
Veía cambios en su forma de pensar. Veía cambios en su forma de considerar a los demás. Un vuelco en su mirada. Sin embargo, veía algunas ventajas. Ver a los demás como a sí mismo, le llevaba a apreciarlos y a valorarlos como él se apreciaba y se valoraba. En ese sentido, había igualdad entre todos. Valorar a los demás era la satisfacción de poder ver maravillas creadas por su Padre. Esa idea le llenaba el corazón.
Reconocer que, cuando valoraba a los demás, valoraba realmente al Padre Creador, era una forma de decirle a su Padre Creador, te acepto y acepto a mi hermano en Tu Nombre. El Felipe de experiencia aceptó con amplio corazón la propuesta del Felipe lector: “El Espíritu Santo sabe que nadie es especial”. La frase le había cambiado totalmente la mirada y la consideración. Un nuevo Felipe había nacido con esa comprensión.
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