Rafa estaba pensando en la experiencia que le había pasado esa mañana. Una experiencia espontánea, sencilla, profunda, alegre y natural. Era algo como si la mejor parte del alma humana se hubiera asomado a su mano en aquella ocasión. Una hermosa comunicación se había desarrollado. Los rayos del día parecían nuevos, hermosos y aterciopelados.
Era una hermosa explanada que se extendía ante los caminantes que la cruzaban tranquilos, sin ninguna prisa. Rafa iba pensando en sus ideas de amor de Dios, de los valores hermosos de la vida. Había decidido darles la bienvenida a todos los seres humanos y celebrarla con todos aquellos que, de forma tranquila y sencilla, pudieran compartirla. Se encontraba abierto, contento, sereno y marchaba con paso de paseo celebrando el ambiente, la vista y las personas que se cruzaban en su camino.
Se dirigió a una de las salidas para cruzar a la otra parte. Una carretera dividía las dos mitades. Al acercarse, una madre, con un carrito de coche, llamaba a su hijo que se había quedado retrasado con sus pasos cortos e infantiles. Tenía unos cuatro años. Rafa pasó cerca de los dos y se quedó sorprendido. El niño no obedeció a la madre. Levantó su manita de nácar, llena de gracia infinita, cogió su mano y se sintió tranquilo. Todo se aquietó en su alma. La madre trató de disculparse y de indicarle al niño que fuera con ella.
El niño lo tenía todo dispuesto. Parecía que le contestaba a la madre: “¿de qué te inquietas, mamá? Voy con mi papá tranquilamente caminando. Me siento feliz. Ya toda inquietud ha desaparecido”. La mamá le dijo a Rafa que tenía “papitis”. Un niño al que su papá le daba tal tranquilidad que había hecho, en su cabecita, lo que muchos adultos hacen con la suya: “generalizar”. Había entendido que todo ser adulto era su papá. Le daba la paz. Le daba la seguridad. Le daba el placer de caminar cogido de su mano.
La mano del niño hacía presión. Rafa sentía esa humilde sensación que transmitía todo el goce de un corazón infante. Un corazón abierto. Un corazón que no hacía diferencias de ningún tipo. No le importaba la forma de hablar. No le importaba la palabra. Le importaba la sensación cálida de la mano del adulto que compartía la suya en su caminar. No conocía el nombre. No había dicho el suyo. Pero, aquella unión de manos lo decía todo sin ninguna palabra. Era una comunicación no verbal.
Fueron caminando como unos diez minutos. ¡Qué plan maravilloso! ¡Qué felicidad! El niño se portaba estupendamente. Iba tranquilo y sereno. Rafa se sentía como el niño. No se podía creer que aquella mano de infante iba a decirle tanto en esos diez minutos que caminaron los tres juntos. La madre sí utilizó la palabra para entablar momentos de cordialidad. La madre le respondió a la pregunta de Rafa que se llamaba Dilan Mauricio.
El significado del nombre era todo un símbolo: “El que trae el amor”. Dilan trajo el amor al alma de Rafa con una naturalidad impensable, inconcebible, sorprendente. Su pequeña presión en su mano, su paso pausado a su lado, su comportamiento perfecto en su persona, su tranquilidad, su falta de sorpresa, su espontaneidad y su naturalidad, horadaron el alma de Rafa. Una conversación amable con la madre. Era una familia de Bolivia.
La idea de la universalidad entretuvo a Rafa y a la madre durante esos diez minutos donde Dilan Mauricio caminaba a su lado y, ajeno a la conversación, decía para sus adentros: “Es una maravilla sentir la mano de mi papá”. Todos los hombres eran su papá. La madre le refirió que el día anterior había ido al centro médico. Allí también trató de alcanzar la mano de un señor adulto. En esa ocasión el hombre, quizás sorprendido por una amabilidad desconocida, le respondió en la lógica del desamor. Trató de evitarlo.
No era su familia, ninguno de sus miembros. ¿Cómo podía darle la mano a un niño desconocido? No podía permitirlo. El niño quedó sin respuesta. No lo entendía. Era algo que no lo aceptaba. Su sentimiento interior se revolvía. Pero, no le hizo cejar en su empeño. Al día siguiente, al ver a Rafa, otra vez su manita trató de asirse, y, en esa ocasión, su manita le informó que la mano del adulto la aceptaba con cariño y empezó entre ambas manos la conversación.
Rafa sintió que no era la mano de un niño boliviano. Era la mano de Dios que, en forma de mano sencilla, corazón puro, alma noble, se asía de sus dedos y le decía, sin palabras: “Rafa, te amo”. Rafa le contestó en ese lenguaje del corazón que solo el amor entiende: “Tu ternura me ha conquistado”. Nunca se estableció entre las manos el lenguaje de: “Te amo porque me amas”, “te amo porque te lo mereces”.
Así fueron caminando y la voz del corazón quedó grabada en sus corazones: “te amo porque eres mi papá”, decía el niño. “Te amo porque eres Dios”, respondía Rafa. Hermoso contacto de amor donde la naturalidad erradicó toda complejidad, todo condicionamiento, toda imposición. El amor se dio con toda libertad y con toda libertad pudo brotar ese amor que sorprendió a una persona que paseaba por esa explanada durante esa mañana.
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