Carlos estaba sentado en aquella extensa biblioteca. Las mesas eran amplias. Cuatro personas podían estar en ella con espacios suficientes para poner los libros y las hojas donde escribir. Entre las sillas había mucho espacio. La luz procedía de unas lámparas situadas en la mitad de la mesa. Unas luces cercanas que hacían la lectura clara, fácil, sin ninguna interferencia de sombra.
Daba esa sensación de unidad personal. Un lugar donde la mente se concentraba y el silencio daba ese toque especial. Sus ojos fijos en aquel libro trataban de beber y comprender las ideas que el autor dejó en aquellas líneas bien trazadas y organizadas.
“La persona llega a la madurez mental cuando se hace cargo de sí misma”. No había edad para definir la edad mental. No marcaba ningún límite para decir a partir de cuando empezaba esa madurez. Sólo había una definición que se expandía ante su vista. “La persona se hace cargo de sí misma cuando deja de lanzar la culpa de sus reveses sobre los demás”.
Carlos se vio interpelado desde su infancia. Había aprendido en su casa y en la escuela un procedimiento que aplicaban todos los adultos y él también, a semejanza de ellos: Cuando un revés acudía a la vida, siempre se trataba de buscar un culpable como causante de ese revés.
Esa idea del culpable la había vivido en casa, en la escuela, en el trabajo, en todos los lugares donde había estado. Su padre era el modelo de la culpabilidad. Enfrentaba mal los reveses, los imprevistos. Se dejaba vencer por ellos. Se quedaba paralizado señalando a la persona culpable y no era capaz de superar la situación con algún otro medio.
En ocasiones volcaba toda la culpabilidad sobre su esposa. En una ocasión fueron de picnic. La madre de Carlos lo había preparado todo con mucho esmero. Pero, al sacar y preparar la comida, su esposo le pidió la sal. Pero, no la encontró. Se le había olvidado ese detalle. Buscar la culpable le fue fácil. Ella era la culpable de agriar la experiencia y no tener unos buenos momentos.
Carlos vivía esos detalles de la culpabilidad y de la imprevisión. Sabía que un buen día se podía torcer por algún imprevisto. En su familia no estaba la cultura de superar el inconveniente y superar el revés sin necesidad de culpar, sin necesidad de repetir, sin necesidad de molestarse y enfadarse.
Sin darse cuenta, Carlos reaccionaba igual que su padre. Por ello, al leer aquellas palabras de madurez, de hacerse cargo de sus propias reacciones, entendía muy bien los amargos momentos que en su familia había pasado por la cuestión de buscar culpables para justificar los enfados y los malos modos.
Carlos reconocía que la idea de buscar culpables era echar sobre los demás la propia responsabilidad. Un revés, un imprevisto, un inconveniente, se podía superar tranquilamente por uno mismo. Y ese era el punto que estaba leyendo en aquel libro. Un pensamiento totalmente distinto a lo que había vivido, a lo que le habían enseñado.
Había aprendido, con la ayuda de aquellos renglones escritos, que la persona no lograba nada echando la culpa de las desgracias personales a los demás. Siempre había una reacción adecuada para superar el inconveniente, una estrategia para convertir la incidencia en una buena experiencia, en un maravilloso aprendizaje.
Carlos estaba contento. Una nueva luz brillaba en su mirada. “Ser maduro era no culpar a nadie de las propias frustraciones”. Se había acabado eso en su vida. Lo comprendía. Lo aceptaba. Lo asumía y lo cambiaba. Una nueva persona salía de aquella biblioteca. Entró discutiendo en su mente con todas las incidencias que se presentaban en su camino. Salió con todas las soluciones que pondría para superar las incidencias.
Un fuego liberador había quemado sus pensamientos equivocados. Una ligereza de alma, en forma de paz indefinible, jugaba con la brisa y se deleitaba con las soluciones a las que había accedido su alma.
Me parece perfecta la reflexión, "somos responsables de nuestras propias decisiones, con sus consecuencias". La madurez significa un grado de responsabilidad, que debería ir de acuerdo a nuestra edad mental y cronológica, pero la realidad muchas veces es otra, hay adultos muy niños, y hay niños muy adultos.
ResponderEliminarHermosa aportación. Un placer caminar unidos.
ResponderEliminar