viernes, noviembre 18

ERROR O CONDENACIÓN

Ramón estaba entrando un poco más en la comprensión de sus debilidades y sus fortalezas. Había unas ocasiones en las que se había quedado pensando sobre la cualidad y el carácter de ciertas personas. Un familiar suyo le hablaba de cierta persona que había fallecido. Le decía que tenía una cualidad muy específica. Cuando se equivocaba, cuando se le contrariaba, se pegaba él mismo a la barbilla y se censuraba totalmente él mismo.

Era una especie de autocastigo. No soportaba equivocarse. No soportaba ser contrariado. Salían sus desahogos emocionales en forma de condena propia. Se fustigaba a sí mismo delante de todos. Se enervaba y se decía palabras poco animadoras. Parecía como si la equivocación debiera ser condenada, censurada y castigada como un culpable total. 

Ramón pensaba en lo adelantado de la ciencia. El error en la ciencia era tomado como un acicate, como un aprendizaje, como una información del camino equivocado, como una señal que le decía al investigador: “este camino es equivocado, cambia tu dirección”. La evaluación de la ciencia chocaba con la evaluación de las doctrinas morales de conducta. 

Cierta persona le dijo a Edison en el proceso de su experimento para obtener luz: “Tienes que admitir que has fracasado 999 veces. Es una frustración total. Es mejor que lo dejes y admitas tu derrota”. Edison le contestó con mucha naturalidad y tranquilidad: “No es cierto, señor. He aprendido 999 caminos por los que no debo marchar para conseguir mi objetivo”. Gracias a esa actitud, a esa consideración no condenatoria, nosotros podíamos disfrutar de la luz. 

La cualidad del ser humano era el desarrollo del proceso de aprendizaje. Todo lo iba aprendiendo. Nada estaba perfecto en ningún momento. Todo era capaz de superarse. La condena no servía para nada. Sólo desanimaba, frustraba y apagaba el fuego de la creatividad.  

En otra ocasión, estaba Ramón con un grupo de personas escuchando la exposición de uno de ellos. El tema era muy interesante. Estaban todos atentos. Hacia el final de la charla, alguien le dijo a Ramón, “mira cómo reacciona ante este tema que le voy a plantear”. Le hizo la pregunta sobre ese tema indicado. La reacción del orador fue compulsiva, fuerte, indignada y molesta. Todos sus buenos modales cambiaron de súbito. 

Ramón se quedó sorprendido. La reacción le chocó. La pregunta de aquella persona también le extrañó. Sabía de antemano la actuación. No realizó la pregunta para saber. La expuso para molestar conscientemente a aquella persona. Descubrió la morbosidad que había dentro del ser humano. Tenía cierta afinidad por el dolor, por el morbo, por la malicia. ¿Por qué provocarle ese dolor inútil a aquella persona que vivía con esa herida interna?

Las heridas internas nos hacían saltar. Esas heridas nos producían dolor, miedo, angustia, reacción y ataque a los demás. Ramón aprendía de esas experiencias el dolor de condenación que subyacía a esas reacciones. “La persona se identificaba con su ego y se veía a sí misma como sometida a un constante ataque y sumamente vulnerable a él”.

Ramón deducía que la dichosa condenación había hecho su trabajo muy bien en el interior de la persona. Le había producido una herida en su interior. La repetición la mantenía viva. La repetición de la condenación le impedía curarla y, siempre fresca, se ofrecía como objeto de mofa para aquellos que conocían ese intenso dolor del alma humana. 

La idea de vulnerabilidad quedó grabada en la mente de Ramón. Todos los humanos éramos vulnerables. Cada uno tenía esa vulnerabilidad en un lugar distinto. Todos los humanos sentían miedo, angustias que lograban disimular, vivir en sus adentros. Podían ocultarlas, pero su interior las expresaba en formas de tensiones musculares y disfunciones de sus órganos. El miedo tenía que salir. 

Ramón se quedaba pensando en su interior, en su paz, en su tranquilidad, en su sabiduría, en su experiencia, en todo lo que le había llegado a su vida como información. Una conclusión emanaba de ese ahondar en el miedo que tanto daño ocasionaba. Si no existiera condenación, no habría tan gran daño, tan gran mal. Si no existiera condenación, habría errores considerados como caminos para no transitar. 

Si no hubiera condenación, abriríamos en nuestra vida muchos focos de luz tal como Edison pudo descubrir la luz física que alumbraba nuestro hogar. Cada vez, al mirar esa luz, nos recordaba: “No había condenación. Solamente caminos para indicarnos por donde no ir para evitar el error”.

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