Raúl estaba en su despacho de director de aquella escuela de primaria. Le había costado un poco adaptarse. Era profesor de secundaria. Estaba acostumbrado a tratar con chicos en esa etapa de transición de niño a hombre, y con toda la problemática de la inseguridad y de los esbozos de la nueva personalidad madura que se hacía presente. El mundo infantil no le era extraño, pero trataba de superarlo lo mejor posible.
Estaba enredado en unas cuentas económicas. Además de director, también ejercía de administrador. Se le habían presentado una serie de posibilidades inversoras para rentabilizar el capital de que disponía la institución. Como persona responsable observaba una posibilidad de superar los déficits endémicos que arrastraba la institución. Todo un desafío que en algunos momentos le quitaban el sueño.
Los números iban y venían, pero no le cuadraban. Algo realmente se había confundido y los números se obstinaban en demostrarlo. Así repasaba, volvía a repetir los pasos, ponía cada partida en su asiento debido. Hasta que reparó que aquella inversión que había hecho, asesorado por un economista, no estaba dando el resultado que le prometieron.
Como todas las cosas, cuando te ofrecen un producto para que lo compres, no te dicen los inconvenientes del mismo. Siempre se guardan un as en la manga para justificar los reveses. Realmente eran buenos vendedores, pero malos consejeros. Raúl tenía un alma plena de confianza. No dudaba inicialmente de las personas. Pero, en aquella ocasión, una vez más no le habían informado de los riesgos.
Se angustió sobremanera. Debía recuperar esos fondos. Llamó al asesor que se había llevado el dinero para que se lo devolviera. Y, otra vez, se informó de un riesgo que no le habían dicho. Por ello, no podía devolverle el dinero. La angustia en Raúl iba aumentando. No sabía qué hacer. Su mente se centró en aquel dinero de la institución y eso le hería de una manera especial. Sus ojos se estaban nublando.
En esos precisos momentos. Un alumno de cinco años y medio de Educación Infantil irrumpió felizmente en su despacho. Abrió la puerta con decisión. Chocó la puerta contra el tope cerca de la pared y causó un cierto estruendo por la energía dada por el alumno. Eso desvió la atención de Raúl de inmediato. Y antes de que pudiera reaccionar, una voz infantil, llena de cariño inundó la estancia.
Unas palabras llenas de cariño llegaron hasta sus oídos: “Dire, vengo a darle un abrazo”. Raúl totalmente sorprendido. Era la primera vez en su vida que le ocurría algo semejante. Abrió sus brazos, acogió al muchachito. Lo estrechó en su pecho y le dijo al niño que aceptaba gustoso esa acción. Se estrecharon “dire” y alumno. El niño le dio un beso y Raúl se lo devolvió.
La felicidad se hizo presente. La mente de Raúl gozaba en aquellos instantes. Pensó en la oportunidad de la acción. En la espontaneidad de aquel alumno que decidió ir al despacho y expresar una acción poco común en la iniciativa de un niño. La mente de Raúl se elevó. Pensó en las maravillas del ser humano. En las acciones nobles que tiene el amor que no entiende de barreras, de juicios, de condenación ni de exigencias.
El muchachito se marchó contento. Raúl se quedó asombrado, relajado y centrado en esa espontaneidad tan maravillosa. El teléfono, a los cinco minutos, sonó. Era el director del banco. Le informó que no iba a atender el cargo contra su cuenta por aquellos fondos que le había informado con anterioridad. La niebla en la mente de Raúl se hizo clara. Una casualidad muy bien planificada: un niño noble y amoroso empezó el camino, de la mano del amor, para calmar la mente de Raúl. Una voz en forma de director del banco para asegurarle la tranquilidad.
Ese día quedó, para siempre, marcado en la experiencia de Raúl. Demasiada casualidad para pensar en el azar. ¡Qué hermoso pensamiento saber que una energía universal cuidaba de sus Hijos como el Eterno con toda su bondad!
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