Alejandro se enfrentaba a una ley que nunca había sido consciente de ella. Había muchas leyes de la vida que la entendíamos totalmente en sentido contrario. Pensaba que, en el sentido coloquial, se podría decir que era todo al revés de lo que nuestros pensamientos siempre nos habían dicho y sugerido. Ahora se daba cuenta de esos dos tipos de pensamientos totalmente opuestos: el pensamiento del ego y el pensamiento del cielo.
El pensamiento del ego se centraba en nosotros frente a los demás. El pensamiento del cielo resaltaba la unidad de todos los humanos. Dos metodologías distintas a la hora de solucionar conflictos, enfrentamientos, confusiones y malentendidos. Estaba atento a esas frases que siempre había interpretado al revés en su vida: “Evoca en todos únicamente el recuerdo del Padre y el del Cielo que mora en ellos”.
“Allí donde desees que tu hermano esté, allí creerás estar tú”.
“No respondas a su petición de pequeñez y de infierno, sino sólo a su llamamiento a la grandeza y al Cielo”.
“No te olvides de que su llamamiento es el tuyo y contéstale junto conmigo”.
Alejandro iba traduciendo esos pensamientos para su vida. Concluía que todo el mal y lo equivocado que sentía hacia los demás, se lo estaba deseando a sí mismo. Esas frases tan sonoras y aparentemente tan fuerte que pensaba: “Se va a enterar. Le voy a decir bien clarito todo lo que pienso”. Ahora veía que toda esa forma de ser se revertía en él mismo.
El ego le hacía creer que se la dirigía hacia otro, qué él era distinto. El Cielo le informaba que todo pensamiento negativo hacia otro era un pensamiento negativo para sí mismo. Y esto sí que era nuevo. Ahora, por primera vez, entendía que no amar al otro era no amarse a sí mismo. Una ley que no había captado en su vida. Ahora la descubría.
Ahora entendía plenamente una historia que leyó siendo niño y que no acertaba a comprenderla totalmente: Eran dos amigos muy unidos. Siempre iban juntos. Siempre decidían las cosas de mutuo acuerdo. Sus planes los compartían. Sus ilusiones eran conjuntas. Su apoyo era proverbial.
Un señor del lugar quiso poner a prueba esa amistad. Sabía que detrás de la amistad había intereses dormidos. Pensó que era bueno despertarlos para saber si realmente su amistad era tan cierta y verdadera. Llamó a los dos amigos. Les hizo una propuesta. El señor era acomodado y disponía de la mayoría de los bienes del lugar. Se dirigió a uno de ellos y le dijo: “pídeme lo que quieras y yo le daré a tu amigo el doble”.
Aquello no empezaba bien. El amigo pensó que aquello era desorbitado. Si pedía un caballo, su amigo tendría dos. Si pedía un gran campo, su amigo tendrías dos. Si pedía una mansión, su amigo tendría dos. Realmente era un tormento en su mente. No se consideraba mejor ni peor que su amigo. Sintió que aquello era una traición, una injusticia. Una voz dentro de él le decía: “Se trata sólo de un regalo. No habéis hecho nada para merecerlo. ¿Por qué tanta exigencia?”.
La idea no le dejaba la mente. Le daba vueltas, más vueltas, no lo aceptaba. “¿Por qué su amigo debía tener el doble?”. Y otra vez la voz le repetía: “Es un regalo, ¿por qué le pones exigencias? Ya sabes el dicho: “a caballo regalado no le mires el diente”. Un regalo puso en entredicho aquella amistad, aquella unión, aquella comprensión, aquella ocasión de sentirse uno en sus decisiones. La mente le daba vueltas, vueltas, más vueltas. Cada vez se sentía más infeliz, descontento, triste, molesto, fastidiado. La presión aumentaba. La angustia hacia acto de presencia. Se quería liberar de ello.
Al final, en la madrugada, después de una noche sin dormir encontró reposo para su alma. Había encontrado la respuesta que su mente necesitaba. Se relajó, se tranquilizó y se durmió a pierna suelta. Se despertó al mediodía. Se levantó. Se vistió. Con paso firme y seguro se dirigió a la mansión del señor. Se encontró con su amigo. Los dos juntos comparecieron delante del señor. El señor se dirigió al amigo para que le dijera su regalo para darle a su amigo el doble.
El amigo se adelantó y le dijo al Señor: “Quiero que me quitéis un ojo”. El amigo quedó atrapado en el juego y se vio ciego. El Señor se quedó estupefacto y no aceptaba creer lo que estaba oyendo. Se preguntaba cómo era posible que para impedir el bien del otro se castigara, incluso, a sí mismo.
Una historia que ponía en evidencia esa ley que siempre habíamos interpretado al revés. Lo que le deseo al otro no es para mí. Pero aquel muchacho demostró que lo que le deseábamos al otro lo deseábamos para nosotros.
Le deseaba mal a su amigo y se deseaba mal para sí. “Evoca en todos únicamente el recuerdo del Padre y el del Cielo que mora en ellos. Allí donde desees que tu hermano esté, allí creerás estar tú”
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