Josué se gozaba esa mañana en su lectura del día. Había apartado un período de su tiempo para sus pensamientos, sus reflexiones, sus conversaciones en su interior, sus descubrimientos del proceso que seguía. El texto le desafiaba de un modo no esperado. Así decía: “El instante santo es el recurso de aprendizaje más útil de que dispone el Espíritu Santo para enseñarte el significado del amor”.
“Pues su propósito es la suspensión total de todo juicio”.
“Los juicios se basan siempre en el pasado, pues tus experiencias pasadas constituyen su base”.
“Es imposible juzgar sin el pasado, pues sin él no entiendes nada”.
“Por lo tanto, no intentarías juzgar porque te resultaría obvio que no entiendes el significado de nada”.
“Esto te da miedo porque crees que, sin el ego, todo sería caótico. Mas yo te aseguro que sin el ego, todo sería amor”.
Josué se quedaba reflejado en una realidad que lo asombraba. La propuesta del Espíritu Santo era la suspensión total de todo juicio. Era como anular buena parte de la actuación de las personas. Los juicios servían para definir y categorizar a las otras personas. Se había dado cuenta de que un juicio reducía a unas pocas palabras la realidad compleja de los demás.
Otro aspecto que le llamaba la atención era que con el juicio no se definía a la otra persona. El juicio, lógicamente hablando, definía a la persona que lo emitía. Por ello, ante una misma situación, la posición distinta de cada persona que trataba de explicarlo. La mente se encontraba tan confundida que se creía que estaba definiendo al otro, en lugar de aceptar de que se estaba definiendo a sí misma. Un craso error de concepto.
Otro elemento que destacaba era la comparación. Todo juicio era una comparación. “Este listón era más alto que el otro”. “Esta casa era más cara que la otra”. “Esta persona era más simpática que …”. Así todos los juicios necesitaban su referente de comparación. Sin comparación no existía el juicio. El texto ponía la comparación en el pasado. “Es imposible juzgar sin el pasado, pues sin él no entiendes nada”.
Josué se quedaba estupefacto. Lo que era un inconveniente para el juicio, la mente lo consideraba tan necesario que sin el pasado “el ego”, todo sería caótico. El miedo hacía acto de presencia. La inquietud se manifestaba. Por ello, para mantener la tranquilidad de la mente había que juzgar según el pasado: así se aprobaba o condenaba.
Josué descubría que la mente estaba doblemente equivocada. Todo juicio era una proyección (era un juicio de sí misma). Todo juicio estaba apoyado en el pasado. Y quedaba deshecho en su mente al leer la frase final: “Mas yo te aseguro que sin el ego (el pasado, el juicio), todo sería amor.
Así el amor dejaba de lado los juicios. Dejaba de lado el pasado. Dejaba de lado los miedos. Dejaba de lado las inquietudes imaginadas. Abría la puerta para la pura realidad donde sin juicios, sin inquietudes, el alma de cada persona florecía.
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