miércoles, noviembre 9

DESCUBRIR EL AMOR EN NUESTRO INTERIOR

Lucas continuaba con esas expresiones de amor escrita en corazones y no en cuadernos, instituciones y leyes. La segunda experiencia, después de contar la primera en el día anterior, venía a su mente con una visión totalmente comprensiva en su totalidad. Admitía su incapacidad para vislumbrar la solución que le dio Jesús a la misma. ¡Cuántas veces había repetido en su vida la imposibilidad de encontrar la verdad que Jesús subrayó! Sin embargo, estaba llena de fuerza, amor, sentido y cordura.

En esa ocasión, sí que vinieron los doctos conocedores de la Ley para enjuiciar la actuación de una mujer. Le aplicaron lo que estaba escrito. Se sentían seguros. Tenían razón. ¿Quién sería capaz de rebatirlos? Era realmente una prostituta. Y lo decía la Ley. En los pueblos orientales se les daba un nombre muy peculiar: esposa del pueblo. Una definición que se acercaba a una realidad viva y real mucho más que a una realidad doble de hipocresía. Pero, esas mujeres, según la interpretación de la llamada Ley, eran condenadas a muerte. 

Dentro de cada ser humano había un potencial de estupidez, ignorancia y ataque personal contra los demás. Pero, dentro de cada ser humano había también un potencial de sabiduría, comprensión, amor, sensibilidad y cordura. Y esa es la grandeza del ser humano: poder escoger. La libertad de elegir. La libertad de amar no por el temor a la condenación, no por fuerza, no por ninguna ley, sino por la profunda comprensión que emanaba desde el interior de su ser. 

En ocasiones el ser humano se ofusca, se confunde, sigue una tendencia de separación con respecto a los otros seres humanos. En esa tendencia se alía inclusive de los aspectos más sagrados. Invoca la Ley para matar. Según la Ley debe ser lapidada esa prostituta porque ha sido cogida en el acto de prostitución. Jesús escucha, Jesús oye. Jesús comprende. Jesús deja elevar sus pensamientos. Era la esposa del pueblo. No era una persona que pudiera llevar el acto descrito ella sola. Era necesario el esposo particular del pueblo para cometer dicho acto. 

Dejaba que la mente siguiera elevándose y veía a muchos de ellos tocando a su puerta. Muchos de ellos llevando presentes y su paga por disfrutar un tiempo de su compañía, de sus caricias. Iban a disfrutar, a compartir ratos de ocio y de satisfacción. Una realidad muy distinta a la que llevaban en aquella ocasión. Le pedían la aplicación de una afirmación de la Ley. Jesús no se negó. Admitió la Ley. No discutió con la norma. Pero se quedó pensando en la ejecución de la misma. 

Las normas eran necesarias cuando se perdía la sensibilidad del amor. Pero, cuando la sensibilidad del amor está presente, la norma no tiene ninguna función. Jesús veía por una parte, la vida de sosiego, de placer, de satisfacción que habían tenido con la esposa del pueblo. Una realidad de vida auténtica experimentada en sus huesos más internos, en sus carnes más ocultas y en sus necesidades más instintivas. 

Ahora dejaban ese nivel instintivo y se ponían en el plano de la razón. La razón decía que el nivel instintivo debía ser lapidado, según su interpretación de la norma. De aquí la tremenda contradicción. En un nivel instintivo era una delicia estar con la esposa del pueblo. En un nivel racional había que aplicar una norma un poco extraña. ¿Cómo podía lapidarse a la esposa del pueblo y no al esposo del pueblo que la había visitado? Ella no podía prostituirse sola. Había alguien quien iba a colaborar en el acto. 

Jesús apeló al amor de todos los presentes. Todos la conocían. Todos la habían visitado. Todos habían vivido en esos dos niveles: instinto y razón. Y Jesús añadió el tercer nivel: el amor. El amor había faltado en los encuentros entre la esposa del pueblo y los esposos del pueblo. A pesar de esa falta de amor, se habían satisfecho. ¿Cómo después de una satisfacción personal ibas a atacar a la persona con la que habías gozado? No tenía ningún sentido. Además del pago por la visita, los buenos sentimientos de respeto debían funcionar. 

Jesús pensó en esos buenos sentimientos que también anidaban en el ser humano. Y les dijo con toda seguridad: “El que esté libre de error, que tire la primera piedra”. Una invitación que no era un ataque. Era una llamada a la comprensión, a la cordura y al corazón. Les invitó, con pleno cariño, que pensasen dos veces lo que pedían para la otra persona. Lo que pedían para la otra persona se podía aplicar también a ellos. ¿Iban a tirar piedras contra ella que tantos momentos de placer les había dado?

Ellos también merecían esa pedrada que tiraran. Si ella, según ellos, hacía mal. Ellos, según ellos, también hacían mal. La pedrada se la merecían los dos. Pero, allí no estaba la solución. Decía la historia que los más mayores empezaron a comprender de inmediato y se retiraron. Después siguieron los jóvenes y no quedó nadie. El último trecho de conversación es el lugar más revelador. Aquí Lucas se vio sorprendido al máximo. “Mujer, ¿nadie te ha condenado?”, - “No, Señor”, respondió. “Ni yo te condeno”. 

El alma de Lucas se ensanchó. Vio la bondad de todos los hombres del lugar. Entendieron y comprendieron. La historia habla de la salvación de una mujer de ser lapidada. Pero, la historia habla de un conjunto de hombres que fueron salvados de lapidarse ellos mismos con cada piedra que tiraran. Cada piedra sobre la mujer era una piedra contra ellos mismos. Cada piedra contra ella era una piedra contra sus vergüenzas. 

Jesús les dio la libertad de escoger. Esa libertad nadie nos la puede quitar. Escogieron la vida. Escogieron su vida. Escogieron su bondad natural. Escogieron ser comprensivos. Se dieron una mano de cariño hacia sí mismos y otra mano, como consecuencia, a aquella mujer tan natural como ellos mismos.

En esa ocasión, un conjunto de hombres descubrió que, dentro de ellos, habitaba también el Padre Celestial que les despertaba tan hermosos procederes.

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