miércoles, febrero 1

LA UNIDAD DESCUBRE LA FUENTE DE LA FELICIDAD

Enrique no sabía realmente qué le estaba pasando. Sentía una felicidad interna indescriptible. Una plenitud que le embargaba todos los músculos y le ensanchaba sus pulmones. Le daban una sensación de bienestar inefable. Gozo, tranquilidad, alegría serena y placentera. No le apetecía gritar. Guardaba esas sensaciones maravillosas en su piel y en todos esos pensamientos que le elevaban sin quererlo, sin proponérselo. 

Con esa sensación en su cuerpo y en su mente seguía leyendo aquellas líneas que le llegaban muy hondo: “En este mundo, el Hijo de Dios se acerca al máximo a sí mismo en una relación santa. Ahí comienza a encontrar la confianza que su Padre tiene en él”. 

“Y ahí encuentra su función de restituir las leyes de su Padre a lo que no está operando bajo ellas y de encontrar lo que se había perdido. Sólo en el tiempo se puede perder algo, pero nunca para siempre. Así pues, las partes separadas del Hijo de Dios se unen gradualmente en el tiempo, y con cada unión el final del tiempo se aproxima aún más”. 

“Cada milagro de unión es un poderoso heraldo de la eternidad. Nadie que tenga un solo propósito, unificado y seguro, puede sentir miedo. Nadie que comparta ese propósito podría dejar de ser uno con él”. 

Enrique sentía ese asunto de la unión muy de cerca. Su corazón se regocijaba con las experiencias que había vivido con la familia de su novia y esposa. El primer año que acompañó a su novia a visitar a su familia en la otra parte del país, fue una experiencia bucólica. Unas personas tremendamente maravillosas, unidas y apoyándose las unas a las otras. 

Sintió el cariño, la afabilidad, la admiración y la alegría natural de todos ellos. Era el novio de la sobrina mayor. Un miembro de la familia muy querida y apreciada por todos. Y supieron compartir esa alegría con Enrique. Era una cosa extraña para él. No se esperaba ese recibimiento, esa naturalidad, ese abrazo real en la familia y esa alegría que abarcaba a todos y cada uno de ellos. 

Enrique fue sorprendido ya que en su propia familia no había experimentado en los últimos años ese regalo de unión. Las diferencias entre su madre y sus tías le habían sembrado de dudas, de inquietudes, de angustias y de incertidumbres. Había conocido a sus tías en su infancia. Había gozado mucho con ellas. Pero aquella unión, por unas solemnes tonterías, se había roto. 

Ahora, con la familia de su novia, reverdecían en su época juvenil. No sabía lo que sentía su cuerpo y su alma. Recordaba con emoción un paseo con el carro, que llevaba todos los utensilios, desde el pueblo a una huerta que distaba tres kilómetros. Un paisaje azul, cambiante en colorido según el camino se adentraba en la naturaleza. 

Elementos de vida que le alegraban la vista a un muchacho de ciudad, acostumbrado a las casas, al asfalto y a los edificios. Un muchacho que no había vivido en el campo. Enrique se reconciliaba con la unión de la familia y con la naturalidad suave de lomas, tierra, árboles y un fresco riachuelo que compartía su murmullo. 

La mente se relajaba en aquellas palabras hermosas: “Cada milagro de unión es un poderoso heraldo de la eternidad. Nadie que tenga un solo propósito, unificado y seguro, puede sentir miedo”. Esa plenitud de la lectura se fundía con la plenitud de su experiencia de aquella familia unida. La paz que refulgía de su corazón era infinita. La unidad le abría las hechuras de su alma. Y en ella, volaba.

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