domingo, febrero 12

NOSOTROS DECIDIMOS A CADA MOMENTO

David pensaba sobre una de las cualidades que más apreciaba en el ser humano: su libertad. Libertad de elección. Libertad de aceptar las circunstancias o no aceptarlas. Libertad de escoger, en cada instante, la dirección que debía tomar. Libertad de estudiar o no hacerlo. Libertad de diseñar su camino. Libertad de montar su propio sueño. Libertad de llevar adelante sus propias decisiones. Libertad de sentirse él mismo. 

Muchas veces pensaba que, sin libertad, no merecía la pena la vida. Era el pivote central de su existencia, de su pensamiento, de sus sentimientos. Era una persona comprometida con lo que hacía y con sus propias ideas. La libertad le empujaba como un barco de vela a través del océano de la vida. Libre para tomar, en cada momento, su decisión oportuna. 

En esa libertad, añadía la responsabilidad. Si era capaz de decidir, también era capaz de aceptar esa responsabilidad que entrañaba ser consciente de sus propias decisiones. Unas ocasiones, muy acertadas. Otras, no muy bien orientadas. Como sabía que todos los resultados eran fruto de sus decisiones, podía cambiarlas según los resultados que obtenía. 

Un autor se lo había dejado muy claro: tú decides, tú eres responsable. Todo un descubrimiento y toda una libertad. Eso le ayudaba a comprender que sus equivocaciones estaban en él. Sus aciertos estaban en él. Nadie era la causa de sus errores. Él había tomado las decisiones. Por tanto, al ver los errores y los elementos que no funcionaban, se encerraba en sí mismo y cambiaba sus decisiones equivocadas. Así de simple. Él tenía, en su mano, la capacidad de cambiarlas. 

Con esas ideas en mente leía aquellas líneas: “Esto es lo único que tienes que hacer para que se te conceda la visión, la felicidad, la liberación del dolor y el escape de la condenación. Di únicamente esto, pero dilo de todo corazón y con toda comprensión, pues en ello radica el poder de la salvación”:

Soy responsable de lo que veo. Elijo los sentimientos que experimento y decido el objetivo que quiero alcanzar. Y todo lo que parece sucederme yo mismo lo he pedido, y se me concede tal como lo pedí”.

Abel entendía, desde su libertad, esa visión. Cada uno había elegido todo en la vida. Nadie se lo había impuesto. Había sido una decisión suya. “No te engañes por más tiempo que eres impotente ante lo que se te hace. Reconoce únicamente que estabas equivocado y todos los efectos de tus errores desaparecerán”. 

La solución era sencilla: cambio de pensamiento, cambio de decisión. La libertad radicaba en él. La libertad era su bandera. No llegaba a entender a esas mentes que afirmaban que lo habían hecho así toda la vida y que no podían cambiar. No podía entender que cambiar era ser cobarde, ser débil, ser perdedor. No podía entender seguir manteniendo el error. Las personas sabias sabían reconocer sus equivocaciones. Las dejaban y se liberaban. 

Abel apretaba los dientes una vez más. Todo dependía de su mano y de su decisión. Nunca había considerado ese enorme poder que poseía todo ser humano. Se quedaba anonadado, impresionado y lleno de una nueva luz en su vida: nosotros decidimos en cada momento. Los efectos eran tremendos: “Reconoce únicamente que estabas equivocado y todos los efectos de tus errores desaparecerán”.

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