Adolfo recordaba el cambio de actitud de uno de sus amigos. Estuvo un cierto tiempo sin tener contacto con él. Era tímido, encerrado en sí mismo y muy prudente. No se atrevía a hablar por no molestar. Era tranquilo, sosegado, agradable y estupendo.
Pasado el tiempo, lo volvió a ver y lo encontró abierto, efusivo, con facilidad de contacto y muy simpático. Un cambio inesperado, pero muy apreciado por todos los amigos. Además de todas sus buenas virtudes, añadía la naturalidad y dejaba de lado esa timidez que lo reducía.
Muchas veces Adolfo se preguntó qué había pasado para realizar tal evidente cambio. Era algo que no solía suceder. Todas las personas seguíamos nuestro sendero creyendo que el mismo era para nosotros y debíamos seguirlo sin más.
Pocas personas se cuestionaban su forma de sentir, su forma de pensar, su forma de reaccionar frente a las cosas. Pocas personas se preguntaban por qué habían reaccionado de tal o cual manera. Eran cosas que se aceptaban porque sí. Y ello concluía en que seguíamos siendo los mismos.
Éramos los mismos repitiendo nuestros errores, repitiendo nuestras bondades y reaccionando de la misma manera frente a los problemas que nos afectaban de manera especial. Pocos nos planteábamos nuestra forma de pensar y nuestros pensamientos.
Adolfo seguía siendo el mismo. No había cambiado. Notó el cambio cuando pasó de la niñez a la juventud. Una época de cambios muy marcados. Se daba cuenta de que el conocimiento cambiaba, que el aprendizaje servía para aprender cosas nuevas. Pero, el cambio interior, ese, no se tocaba.
Cada uno se aceptaba tal cual era y se decía que era esa forma de ser que le había tocado en su vida. Y, sin embargo, no era cierto. Adolfo, en los últimos tiempos, había cambiado su forma de ver a los demás. Los consideraba similares a sí mismo. No los veía como diferentes ni con intenciones equivocadas.
Entendía que muchos errores que cometíamos eran confusiones interiores que vivíamos y que no les habíamos prestado atención. Ahora había abierto la puerta. Entendía que el cambio era su vida. El aprendizaje era su propia manera de ver las cosas. No tenía que molestarse por las mismas cosas si entendía el porqué lo hacía.
Al comprenderlo, se reía de sí mismo. Aceptaba su confusión y sorprendía a los demás cuando su reacción no seguía su costumbre. Esos momentos llegaron a descubrirle ese poder que anidaba en cada ser humano: “La salud es el testigo de la salud. Mientras no se dé testimonio de ella no será convincente”.
“Nadie se cura con mensajes contradictorios. Te curas cuando lo único que deseas es curar. Tu propósito indiviso hace que esto sea posible. Pero si tienes miedo de la curación, entonces no puede efectuarse a través de ti”.
“Lo único que se requiere para que se efectúe una curación es que no haya miedo. Los temerosos no se han curado, por lo tanto, no pueden curar. Esto no quiere decir que para que puedas curar tenga que haber desaparecido el conflicto de tu mente para siempre”.
“Quiere decir que, aunque sólo sea por un instante, tienes que amar sin atacar. Un instante es suficiente. Los milagros no están circunscritos al tiempo”.
Todo un cambio de mentalidad se abría paso en la mente de Adolfo. Amar sin atacar, sin culpabilizar, sin menospreciar, sin rebajar, sin despreciar, sin desvalorizar, sin utilizar la indiferencia, sin dejarlo de lado, sin enviarlo a hacer puñetas, sin dejar de tener paciencia y comprenderlo.
Esto era un cambio total. Era un cambio interno. Un cambio de mentalidad que nos hacía ver un nuevo horizonte en nuestro caminar. Vislumbrar esa nueva mentalidad, aunque sólo fuera por un instante, era el principio y el motor de la curación. Esto era un cambio total.
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