martes, julio 25

NUNCA ACABABA LA CONCIENCIA

Benito estaba frente a una de las decisiones jamás pensadas en su vida. Desde pequeño creía que una persona con 60 años ya podía morir. Su apariencia estaba tan deteriorada que parecía que la tierra llamaba a la tierra. Desde su niñez veía los 60 años como algo realmente inalcanzable.

Su mente infantil preparada para abrirse a la vida, entendía que ya con 60 años todos los pensamientos estarían terminados. Todas las ideas cumplidas y nada más quedaba que marcharse con paz en la muerte, nuestra meta final en nuestra carrera. 

Veía el ataúd en la entrada de las casas. Pisos altos con una escalera estrecha que no dejaba subir ni bajar un armatoste tan largo. Allí bajaban los cuerpos y los acomodaban hasta que venía el sacerdote con los monaguillos para darle el último responso. 

Así se habían quedado grabadas algunas escenas de la muerte en su primera infancia. En una ocasión, un coche fúnebre con los cristales transparentes y tirado por caballos con penachos negros, le daba cierto estilo y majestuosidad a la muerte que venía sin escoger a cada uno a su debido momento. 

Era normal ver por las calles esa manifestación. La vida moderna había quitado esos espectáculos de las calles y las había confinado al tanatorio. Todas las personas decían que el descanso había llegado a la persona sufriente. El negro, los ojos llorosos, las caras cansadas y los gestos serios completaban el cortejo de esos momentos finales de la persona en su calle. 

Benito veía que la muerte del cuerpo no implicaba la muerte del espíritu. La persona había aprendido mucho desde su nacimiento. Se había desarrollado. Había desplegado sus habilidades y había adquirido muchas destrezas. Y, sobre todo, había hecho multitud de decisiones. Cada decisión le abría nuevos caminos de experiencia. 

La experiencia se había ido atesorando. La sabiduría había tocado al alma, al ser, a la conciencia que siempre dirigía el cuerpo. No se marchaba un cuerpo cargado de experiencias. Se marchaba un cuerpo, pero las experiencias eran logros que no podían desaparecer. Vivían en el espíritu como el Espíritu que los creó. 

“¿Qué otras alternativas tienes ante ti, sino la vida o la muerte, despertar o dormir, la guerra o la paz, tus sueños o tu realidad? Existe el riesgo de pensar que la muerte te puede brindar paz porque el mundo equipara el cuerpo con el Ser que Dios creó”. 

“No obstante, una cosa no puede ser su propio opuesto. Y la muerte es lo opuesto a la paz porque es lo opuesto a la vida. Y la vida es paz. Despierta y olvida todos los pensamientos de muerte, y te darás cuenta de que ya gozas de la paz de Dios”. 

“Sin embargo, si es cierto que realmente puedes elegir, tienes entonces que ver las causas de las cosas entre las que eliges exactamente cómo son y dónde se encuentran”. 

Benito se daba cuenta que no podía caer en el error de identificar al cuerpo con el Ser que Dios creó. El cuerpo podía desaparecer, pero nunca ese Ser consciente que dirigía la vida. El cuerpo era mortal, pero no la conciencia, el Ser. 

Reconocía que esos pensamientos que, desde pequeño pensaba que se habían terminado eran totalmente lo opuesto. Habían alcanzado una primera cima de experiencia y era como un cesto que había llenado con las hermosas flores de sus ideas, de sus experiencias y de sus decisiones. Realmente nada se había terminado. 

Ese Ser seguía con esa enorme adquisición a través de los años. Benito empezó a tener una visión totalmente distinta de la muerte del cuerpo. No terminaba todo. Acababa realmente el cuerpo. Pero nuestra conciencia, nuestro Ser, no era el cuerpo. Y esa enorme riqueza seguía, seguía, con todos los cielos abiertos.

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