Benjamín debía ir clarificando algunos conceptos en su mente, en su corazón y en su horizonte. Veía que, por una parte, el cuerpo humano se reproducía; por otra parte, poseía una conciencia que era difícil de concebir en la concepción del individuo. El aspecto físico lo compartía con otros animales, pero el aspecto de la conciencia lo hacía único.
Se podía estudiar el comportamiento de ratones y aplicar sus resultados al comportamiento humano. En muchos aspectos, nos desenvolvíamos igual. Sin embargo, la existencia de la conciencia interna de cada persona era el tesoro más inaudito que la especie humana tenía dentro de sí.
En momentos despreciábamos esa conciencia humana y nos tratábamos como puros agentes animales. A pesar de esa realidad tan despreciativa, había esa luz en la conciencia de muchas personas que se alzaba sobre esos comportamientos y luchaban por el respeto, la dignidad, la grandeza y la comprensión de personas tan supremas.
La enorme fuerza humanística a través de los siglos ha ido conformando una raza humana diferente y distinta. Benjamín recibía con agrado las palabras de una persona muy querida: “Me encanta la forma con que me tratas. Tu respeto, tu atención, tu libertad y tu admiración”.
Esas palabras hacían milagros en las relaciones de las personas. No había miedo, temor, lucha, ira, rencor. El apoyo mutuo, la comprensión de cada uno y la fuerza que eso generaba, hablaba con grandes gritos comprensivos de la humanidad que habitaba nuestros corazones, nuestros pensamientos y nuestras miradas.
Sin lugar a dudas, somos mucho más que cuerpos que se reproducen con el mismo proceso que los animales. “El Testigo de Dios no ve testigos contra el cuerpo. Tampoco presta atención a los testigos que con otros nombres hablan de manera diferente en favor de la realidad del cuerpo”.
“Él sabe que no es real. Pues nada podría contener lo que tú crees que el cuerpo contiene dentro de sí. El cuerpo no puede decirle a una parte de Dios cómo debe sentirse o cuál es su función”.
“El Espíritu Santo, sin embargo, no puede sino amar aquello que tú tienes en gran estima. Y por cada testigo de la muerte del cuerpo, Él te envía un testigo de la vida que tienes en Aquel que no conoce la muerte”.
“Cada milagro es un testigo de la irrealidad del cuerpo. Él cura a éste de sus dolores y placeres por igual, pues todos los testigos del pecado son reemplazados por los Suyos”.
Benjamín iba clarificando en su mente la función del cuerpo y la función de la conciencia. Se repetía la frase: “El cuerpo no puede decirle a una parte de Dios cómo debe sentirse o cuál es su función”. La idea se abría camino en su mente y en su comprensión.
Benditos humanistas de todas las edades que creyeron en la supremacía de esa parte superior: la conciencia. Y con esa conciencia, fueron poniendo por escrito en las leyes, por escrito en los tratados, por escrito en los derechos de los hombres, que toda persona tiene su dignidad, su libertad, su respeto, su importancia ante los ojos de los demás.
Benjamín se sentía contento. Se sentía feliz. Se sentía pleno y satisfecho. El ser humano podría nacer como nace la cría de un animal. En eso éramos iguales. Pero, la conciencia se desarrollaba en el hombre y no en el animal. Bendita conciencia que nos hacía personas de verdad.
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