José sentía que el tiempo pasaba. Su cuerpo indicaba las marcas del tiempo. Sus habilidades de resistencia disminuían, pero la claridad de su mente caminaba cada vez con más alegría, con más comprensión, con más libertad, con más armonía.
Notaba que sus pensamientos eran distintos. Sus juicios totalmente diferentes a aquellos de joven. Quería cambiar el mundo. Y todos debían cambiar para ser un mundo más humano, más apacible y más cariñoso. Se estrelló en todos los ideales que llegaron a su alcance. Ninguno de ellos le dio la respuesta a esas ansias universales de paz y de seguridad.
Su cuerpo crecía. Dejaba la primera juventud. Su mente se ampliaba en conocimiento y sabiduría. Perdía fuerza, pero ganaba libertad de pensamiento. Reconoció que no podía cambiar el mundo ni nadie lo podría intentar. Y descubrió gozoso lo único realmente maravilloso que estaba a su alcance: cambiarse a sí mismo.
Rompió con muchos mitos, muchos tópicos, muchas ideas aceptadas sin ser discutidas, muchas afirmaciones que había descubierto que no eran ciertas. No era un bloque granítico que no podía ser cambiado. El bloque granítico lo constituían sus ideas de que no podía cambiar. Y al deshacer esas ideas, todo el granito de su rigidez se disolvió como arena del mar.
Era mucho más que un cuerpo, mucho más que una apariencia, mucho más que una imagen física, mucho más que una fotografía que entrara por los ojos. Un sabio definió al hombre por el pensamiento: “Pienso, luego existo”. José sabía que se enfrentaba a toda una cultura donde la apariencia casi lo era todo. Su cuerpo sólo era un medio para su existencia. Su conciencia lo era todo.
“El dolor demuestra que el cuerpo no puede sino ser real. Es una voz estridente y ensordecedora, cuyos alaridos tratan de ahogar lo que el Espíritu Santo dice e impedir que Sus palabras lleguen hasta tu conciencia”.
“El dolor exige atención quitándose así al Espíritu Santo y centrándola en sí mismo. Su propósito es el mismo que el del placer, pues ambos son medios de otorgar realidad al cuerpo”.
“Lo que comparte un mismo propósito es lo mismo. Esto es lo que estipula la ley que rige todo propósito, el cual une dentro de sí a todos aquellos que lo comparten”.
“El placer y el dolor son igualmente falacias, engaños, ya que su propósito es inalcanzable. Por lo tanto, son medios que no llevan a ninguna parte, pues su objetivo no tiene sentido”.
Los sabios de todas las épocas habían ido más allá del dolor, más allá del placer. Somos conciencia y esa conciencia no está en el cuerpo. Acompaña el cuerpo, pero no es el cuerpo. A fuerza de vernos todos los días, de atender al cuerpo cada mañana y cada momento, nos identificamos con el cuerpo, pero no somos el cuerpo. Los cuerpos son distintos en cada persona. La conciencia no es distinta en cada persona. Tiene esencia y bases para sentir la unidad, la hermandad, la fraternidad y la ayuda mutua.
La conciencia piensa en la eternidad. El cuerpo tiene un límite en la muerte. La conciencia no la tiene. El cuerpo no cree en el cambio. La conciencia sabe que su ampliación va en el mismo sentido en todos los humanos. Al sentir un apretón de manos, un abrazo, un beso y una caricia, la conciencia habla de un amor que va más allá del cuerpo.
El amor lo descubre la conciencia. El amor entra en el cuerpo y lo revoluciona y lo llena de energía. Y, todavía, pensaba José: “pensamos que somos un cuerpo”. Terrible engaño de la vida. José iba ganando años, iba adquiriendo su aspecto de mayor, pero su sabiduría le indicaba el sendero de la conciencia por donde debía enfocar su atención.
Y eso a José le hacía vibrar, llenarse de ilusión, colmarse de entusiasmo, abrazar con más atención, sonreír con naturalidad, mirar con claridad, escuchar los ojos tristes de una persona en su revés.
Podía ver lo que no había visto gracias a esa conciencia que era mucho más que ese cuerpo que, en algún momento, le había hecho presente el dolor.
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