domingo, julio 2

EL PROCESO DE UNIFICACIÓN DE NOSOTROS MISMOS

Juan estaba llegando a una conclusión clara y certera en su conocimiento. Era incapaz de conocer realmente a nadie. A la única persona que podía conocer era a sí mismo. Recordaba el dicho: “Piensa el ladrón que todos son de su condición”. Este dicho le refería claramente que la persona se veía reflejada en los demás, en todos los que le rodeaban. 

El ladrón que se conocía, que vivía en sus manejos interiores, en sus pensamientos y en sus motivaciones, creía que todos eran iguales a él. Todos tenían esos mismos pensamientos, esas mismas manipulaciones, esas mismas conclusiones. Así que, si él era ladrón, todos eran ladrones. 

Juan se daba cuenta que se podría aplicar a cualquier concepto de la vida. Si una persona mentía, creía con todo su poder que todas las personas mentían. La mentira tenía la capacidad de resolver y esquivar errores y evitar enfrentar ciertos malentendidos molestos. Así que vería en los demás detalles, apariencias, motivos, y todo eso sería interpretado como un proceso de mentira. 

Las personas no podemos ver a los demás. Nos vemos a nosotros mismos reflejados en los demás. No podemos analizarlos. Recordaba una discusión entre dos amigos suyos. Uno entendía que no había nada en este mundo que no se hiciera con un motivo de ganar algo. El otro sostenía su posición de que la generosidad no pedía nada. 

Por mucho que discutieron no pudieron llegar a ningún acuerdo. Si uno hacía algo para ganar algo, no entendía al generoso que lo hacía para resolver y para apoyar únicamente a otra persona, sin ningún otro objetivo en mente. Juan se daba cuenta que el problema se hallaba en el interior de cada uno de nosotros. 

Según pensábamos, según habíamos decidido interpretar en nuestro interior, interpretábamos a los otros. Era una proyección de nosotros mismos a los demás. Así que Juan concluía que no podía conocer a los demás. Solamente se conocía a sí mismo cuando analizaba a los otros. Seguía sus propios parámetros en el análisis. Parámetros que él había decidido. Y, creía, erróneamente, que los demás seguían sus mismos parámetros. Y realmente no era así. 

“La corrección debe dejarse en manos de Uno que sabe que la corrección y el perdón son lo mismo. Cuando sólo se dispone de la mitad de la mente, esto es incomprensible”. 

“Deja, pues, la corrección en manos de la Mente que está unida y que opera como una sola porque su propósito es indiviso y únicamente puede concebir como suya una sola función”. 

“He aquí la función que se le dio, concebida para que fuese la suya propia y no algo aparte de aquello que su Dador todavía conserva precisamente porque es una función que se ha compartido”. 

“En el hecho de que Él acepte esta función residen los medios a través de los cuales tu mente se unifica. Este único propósito unifica las dos mitades de ti que tú percibes como separadas. Y cada uno perdona al otro, a fin de poder aceptar su otra mitad como parte de sí mismo”. 

Juan veía en ese camino la posibilidad de comprensión, de perdón, de unificación de sus dos mitades en una sola. No podía comprender a nadie. Podía, en cambio, perdonar al otro. En ese proceso de perdón aceptaba el error de la mitad de su mente y se unificaba. 

Así la función del otro era una función de espejo, de reflejo, de mirada sobre uno mismo. Y al perdonar, la persona, con la ayuda del otro, encontraba su propia unificación. Se podría concluir que no nos podíamos salvar sin la cooperación y sin la función del hermano. 

El espejo de nosotros se hallaba claro en nuestros objetivos, en nuestros criterios y en nuestros ataques. Perdonar al hermano era perdonarse a sí mismo, era dejar de ser dos mitades y alcanzar la unidad como el mayor tesoro de la vida.

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