Abel recordaba aquella conversación que mantuvo con un señor en el hospital. Los dos coincidieron en una habitación donde sus respectivas esposas estaban aquejadas de una contrariedad de salud. La cercanía de las camas, la misma habitación, la necesidad de comunicarse y de sentirse comprendido hizo que la relación fluyera con toda naturalidad.
Su aspecto era de una persona con la cabeza siempre erguida, miraba de arriba abajo, le compartía la experiencia que había tenido con su esposa. Se había sentido indispuesta mientras estaban veraneando en la costa.
Tomaba “sintrom - acenocumarol” un medicamento para que la sangre no coagule. Evita la formación de trombos en parches, prótesis y conductos implantados y evita que se obstruyan.
Llevaba mucho cuidado. Fue abriendo su corazón y los inconvenientes hallados los fue expresando uno detrás de otro. En el hospital de la costa le dijeron que el tratamiento de su esposa sería largo. Le sugerían que cogiera su coche y la llevara a su ciudad de procedencia en el interior.
Ante esa idea, el señor se puso enervado, hiriente, exigente, hablando con palabras adecuadas pero muy alterado. Les dijo que su esposa debía ser llevada de hospital a hospital en una ambulancia que debían poner a su disposición. Después de muchas discusiones logró su propósito.
Al llegar al hospital de su ciudad, le dijeron que no había cama. Se puso otra vez frenético, alterado, chillando, gritando, exigiendo una atención oportuna ante el delicado estado de su esposa. Por fin, le pudieron ofrecer una cama que resultó ser la contigua a la esposa de Abel.
Por una parte, Abel vio que había podido resolver todos los inconvenientes que tenía y que le habían surgido en el camino. Esa idea de la exigencia y de no aceptar sus propuestas parecía que funcionaba. Todo lo logró así. Sintió que era un camino que le daba buenos resultados.
Sin embargo, cuando le preguntó cómo se sentía se quedó sorprendido. La respuesta de aquel señor lo dejó helado: “Toda mi vida he sido un prepotente y lo continúo siendo. Sé que es una actitud que algún día lo pagaré muy caro”.
Esa respuesta hizo pensar a Abel. En lugar de sentirse satisfecho, le expresaba que se sentía mal, molesto, incómodo consigo mismo. Su grito interior clamaba que podrían conseguir cosas similares desde la paz, desde la tranquilidad, desde la comprensión.
“Todo esfuerzo de encontrar esperanzas de paz en un campo de batalla ha sido en vano. Ha sido inútil pedirle a lo que se concibió precisamente para que perpetuase el pecado y el dolor que te ayude a escapar de ellos”.
“Pues el pecado y el dolor son la misma falacia, el mismo engaño, tal como el odio y el miedo, el ataque y la culpabilidad son uno. Allí donde no tienen causa, sus efectos desaparecen, y el amor llega dondequiera que ellos no estén”.
“¿Por qué no estás contento? Te has librado del dolor y de la enfermedad, de la aflicción y de la pérdida, así como de todos los efectos del odio y del ataque. El dolor ya no es tu amigo ni la culpabilidad tu dios. Por lo tanto, dale la bienvenida a los efectos del amor”.
Abel se reconfortaba con esas palabras. Quedaron impresas en su alma la insatisfacción de aquel señor con su sentido equivocado de prepotencia. Lo maravilloso de la vida no era lograrlo todo. Lo más estupendo de la vida era cómo lograrlo.
Veía caminos para alcanzarlo: “Pues el pecado y el dolor son la misma falacia, el mismo engaño, tal como el odio y el miedo, el ataque y la culpabilidad son uno. Allí donde no tienen causa, sus efectos desaparecen, y el amor llega dondequiera que ellos no estén”.
La última frase quedaba prendida de sus labios que se movían para pronunciarlos quedamente: “Allí donde no tienen causa, sus efectos desaparecen, y el amor llega dondequiera que ellos no estén”.
Así olvidándose de ellos, dejaba en su interior el lugar para que el amor llenara sus espacios y le diera así, al alma, esa satisfacción interna que nadie podía reemplazar con sus propuestas.
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