domingo, septiembre 10

ESTAMOS COMPLETOS

Enrique no se podía creer lo que estaba leyendo. Los ojos se le abrían con la sorpresa de su corazón y de sus pensamientos. Nunca había considerado tal posibilidad y, escucharla, le erizaba todo el pelo, le alegraba los latidos internos y todo su cuerpo aplaudía de gozo. 

Desde pequeño había tenido necesidades materiales. Recordaba en una ocasión cuando tenía unos seis años desear tener un estuche de madera para poner todos sus lápices y todos sus colores. Se lo pidió a su madre. La respuesta de su madre de que no le era posible lo dejó tranquilo y sosegado. 

Entendía la economía familiar. Sabía que cuando su madre iba en una dirección era porque había que caminar por ella. Enrique apoyaba a su madre en todo. Ella tenía razón. No se podía exigir lo que no era posible. Sabía que le hacía mucha ilusión. Pero, también sabía que había que apoyar a su madre. 

En esa época comprendió que podía, a pesar de no tener ese estuche de madera, escribir, realizar sus tareas escolares, pasar a limpio los ejercicios y ofrecer una presentación esmerada de sus trabajos, de sus tareas y de sus creaciones. En cierto momento, se preguntó si realmente lo necesitaba a efectos prácticos. 

Tuvo que admitir que no era necesidad para seguir la tarea escolar. Era más bien un poquito de deseo interno de poseer aquella caja preciosa de dos pisos que se abría lateralmente para acceder a la parte inferior del primer piso. Una ilusión proyectada en aquel artilugio. 

No sufrió mucho. La confianza que tenía en su madre hizo el resto. Lo que no se podía tener, sencillamente, no se podía tener. Y la sensatez cumplía su función y se sentía también contento de estar unido a su madre en sus objetivos y en sus momentos económicos. 

Pasó el tiempo, se olvidó de aquel estuche de madera y la vida escolar siguió y la alegría del sol de cada día continuaba calentando aquellos cuerpos que disfrutaban de su presencia, y se solazaban con los juegos sencillos que compartía con sus amigos. 

La lectura de aquellas ideas lo centraba muy bien: “Dios no pide nada, y Su Hijo, al igual que Él, no necesita pedir nada, pues no le falta nada. Un espacio vacío o una brecha sería una insuficiencia. Y sólo ahí podría él querer tener algo que no tiene”. 

“Un espacio donde Dios no se encuentra o una brecha entre Padre e Hijo no es la Voluntad de ninguno de los dos, que prometieron ser uno solo. La promesa de Dios es una promesa que Él se hizo a Sí Mismo, y no hay nadie que pudiese ser desleal a lo que Su voluntad dispone como parte de lo que Él es”. 

“La promesa de que no puede haber brecha alguna entre Él y lo que Él es no puede ser falsa. ¿Qué otra voluntad podría interponerse entre lo que no puede sino ser uno solo y en Cuya Plenitud no puede haber brecha alguna?”

Enrique veía que la unidad estaba asegurada. En otros momentos de su vida había descubierto que la función de pedir a Dios no era adecuada. Ahora lo tenía mucho más claro desde la unión. “Dios no pide nada, y Su hijo, al igual que Él, no necesita pedir nada”. 

Había superado la idea de ofrecer sacrificios personales al Eterno para obtener un favor especial, una petición concreta o un deseo interno. El Padre se comunicaba con todos Sus hijos. Había dado el paso de ofrecer conversaciones de agradecimiento por todos los pequeños detalles de su vida diaria. 

Había dejado entrar a Dios en las pequeñas incidencias de la vida de trabajo, de relaciones, de familia. Todo se disponía con Su Buen Espíritu. Esa confianza le daba paz y serenidad. Nunca antes había experimentado esa unión que ahora, ese texto que estaba leyendo le recordaba. 

Enrique se sentía comprendido en su fuero interno. Ahora ya no pedía nada. Dios sabía todo de nosotros. Dios no nos pedía nada. Nosotros tampoco le pedíamos nada a Dios. Estábamos completos. Sabía que si le pedía algo a Dios en vez de confianza y paz subrayaba aquello que sus deseos ansiaban. Una hermosa lección que se grabó desde muy pequeño en su vibrante corazón.

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