María iba pensando a medida que leía aquel párrafo. Parecía que había encontrado el camino de vuelta a casa, el camino de vuelta al hogar. Una satisfacción interior le embargaba toda. La paz se posesionaba de su mente y de su cuerpo. Momentos de encuentro con su más hondo personal.
Era estupendo disponer de esos momentos donde todo lo trascendente pasaba por la cabeza, por la comprensión, por la reflexión y, como no, por la experiencia. Todo ese amasijo de conocimiento era el tamiz que cernía las ideas que le iban llegando a través de su vista y pasaba a su cerebro.
“O bien hay una brecha entre tu hermano y tú, o bien sois uno y lo mismo. No hay nada entremedias, ninguna otra opción, ni ninguna lealtad que se pueda dividir entre esas dos posibilidades”.
“Una lealtad dividida significa que le eres infiel a ambas posibilidades, lo cual no hace sino ponerte a dar tumbos, sin que te quede otro remedio que agarrarte a cualquier brizna de paja que parezca ofrecerte apoyo”.
“Mas ¿quién puede edificar su hogar sobre pajas y esperar que le proteja del viento? Ese es el tipo de hogar que se puede hacer del cuerpo porque no está cimentado en la verdad”.
“Sin embargo, por esa misma razón puede verse que no es tu hogar, sino simplemente un medio para ayudarte a llegar al Hogar donde Dios mora”.
María veía que estaba claro lo que leía. Era como una fórmula matemática subrayada por la experiencia. Todo bebé al nacer venía a este mundo con las mismas posibilidades, con las mismas cualidades, con las mismas aptitudes. Y eso subrayaba la idea de que no podía haber ninguna brecha entre los hermanos, entre los bebés, entre los humanos, entre las personas.
La unidad se aseguraba por el mismo canal del parto, por el mismo proceso de nacimiento, por los mismos cuidados que había que dispensarle y con las mismas medidas de seguimiento que debería seguir.
En sus estudios no había encontrado una diferencia en ese proceso según el lugar de nacimiento, según la raza, según la lengua, según la dinastía. Todo bebé podía ser tratado por cualquier tipo de médico profesional de cualquier hospital del mundo. No había ninguna diferencia.
María se preguntaba por qué habría que establecer una diferencia entre los bebés por cuestiones culturales, anecdóticas, no intrínsecas a ellos mismos. Veía que era un engaño, una falsedad de todas todas. No entendía por qué algunas personas se sentían superiores según el lugar de nacimiento.
La fractura entre los seres humanos estaba basada en creencias, en ideas erróneas y en repeticiones legendarias que se repetían y se convertían en ciertas verdades por pura repetición, pero no por pura lógica.
María se repetía la primera frase que le había llegado al alma: “O bien hay una brecha entre tu hermano y tú, o bien sois uno y lo mismo”. María se decía en su corazón que todos éramos uno y lo mismo. Todo lo demás se convertía en pura paja que no nos protegía ni siquiera del viento.
Le gustaba la última frase con la que terminaba el párrafo: “Sin embargo, el cuerpo, puede verse que no es tu hogar, sino simplemente un medio para ayudarte a llegar al Hogar donde Dios mora”.
María acababa su reflexión de la siguiente manera: con el enfrentamiento a los demás, nos definíamos en oposición a ellos. Y eso era difícil de interpretar naciendo todos por el mismo conducto. Con el enfrentamiento a los demás no nos descubriríamos jamás a nosotros mismos. Siempre se destacarían las diferencias.
Con la unidad con los demás, nos definiríamos como realmente somos. No había oposición para definirse. Había unidad para entenderse, comprenderse y enlazarse como hermanos por llevar al corazón lo que el conducto del nacimiento nos enseñó: todos somos uno.
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