Sebas le estaba dando vueltas al castigo físico. Lo había experimentado en sus clases de pequeño. La palma de su mano recibía los varazos del maestro como muestra de su mal comportamiento. En el momento del castigo, sólo podía escoger entre una vara ancha, plana.
Le dejaba la mano escocida y una vara redonda con nudos, cada quince centímetros, que producía la sensación de que algo se había clavado muy hondo en un hueco no muy grande de una parte de su mano. En ocasiones, no se sabía qué dolor elegir. Los dos comportaban sus intensas vibraciones palpitantes de huecos que se hinchaban y dolían.
El cuerpo era así depositario de las malas ideas, de las decisiones equivocadas de la mente. La mente decidía, el cuerpo lo pagaba. Era un poco el juego de injusticia, de desequilibrio entre la mente y el cuerpo. La mente quería hablar, el cuerpo recibía el golpe.
Era un efecto inmediato de lo que se había realizado en dirección opuesta a lo razonable. A lo largo de su experiencia, Sebas había visto también el efecto contrario. Si se castigaba al cuerpo sin haber hecho ninguna equivocación de la mente, la mente quedaba eximida de otros momentos donde no se había comportado adecuadamente.
Así que el cuerpo cumplía las dos funciones. La primera era recibir el castigo por no portarse bien. La segunda era redimir, en cierto sentido, acciones anteriores que se habían realizado. En las dos acciones no había palabras, no había pensamientos, no había reflexiones.
El cuerpo era neutro. El cuerpo no pensaba. El cuerpo no decidía. El cuerpo se ofrecía totalmente a la mente. Quién dirigía al cuerpo era la mente. Era cierto en muchos contextos que el dolor le indicaba a la mente que cambiara sus pensamientos.
En otros, le provocaba a la mente una rebeldía muy fuerte e intensa. La injusticia se hacía patente y el cuerpo se rebelaba y se lo decía a la mente. Ésta, a su vez, también se rebelaba. Sebas se dejaba envolver por las ideas que le llegaban en este campo del castigo físico.
“El que castiga el cuerpo está loco, pues ahí es donde ve la diminuta brecha, que, sin embargo, no está ahí. El cuerpo no se ha juzgado a sí mismo, ni se ha convertido en lo que no es”.
“No procura hacer del dolor un gozo, ni espera encontrar placer duradero en lo que no es más que polvo. No te dice cuál es su propósito, ni tampoco puede él mismo entender para qué es”.
“No hace de nadie una víctima porque no tiene una voluntad propia, ni tampoco preferencias ni dudas. No se pregunta lo que es. Por lo tanto, no tiene necesidad de competir”.
“Se puede hacer de él una víctima, pero no puede considerarse a sí mismo como tal. No acepta ningún papel, sino que hace lo que se le dice sin atacar”.
Sebas, ante tales lecturas, no acertaba a comprender el papel determinante que se le había dado al cuerpo en nuestra cultura. Ideas equivocadas que habían entrado en su mente, en su experiencia y en sus juicios. Estaba contento al descubrir ese papel de neutralidad que tenía el cuerpo.
Comprendía, ahora, mucho mejor, la idea de centrarse en la mente, en el razonamiento, en la prudencia y en el buen juicio para superar los comportamientos inadecuados. Con comprensión, el cambio se realizaba de inmediato. Con castigo, sin comprensión, la rebelión surgía de los hornos interiores de la reacción.
Senderos luminosos que se abrían en su camino. Ideas claras que ponían las cosas en su sitio. La mente dirigía el cuerpo. El cuerpo no tenía ningún objetivo por sí mismo. Siempre tenía el objetivo que libremente cada uno elegía para él. ¡Bendito cuerpo que nos devuelve su entrega y gratitud sin pedirnos nada!
No hay comentarios:
Publicar un comentario