José escuchaba atento las palabras desconsoladas de su amigo Alberto. Él había tenido una conversación con uno de sus amigos. Todos los días recibían un mensaje de atención y de ánimo para indicar que esa relación de amistad entre ellos iba viento en popa. Ese intercambio de mensajes les llenaba a ambos.
Un día el amigo de José decidió dejar de compartir ese mensaje diario que tanto bien les hacía a los dos. Al amigo de José le llenaba pensar en esa persona. Se deleitaba en exponerle sus pensamientos y sus mejores deseos para él. Su amigo lo recibía y respondía muy bien a esos ánimos que recibía.
Lo bueno del caso era que, ese dejar de enviar el mensaje, parecía que se hacía para bien, para hacer reaccionar a la otra persona, para que alcanzara los objetivos que el amigo de José deseaba para su amigo. Pero, su amigo entendió todo lo contrario, que ya no le inspiraba ningún pensamiento precioso, hermoso, inspirador y de apoyo.
Se calló y aceptó el silencio como método de la falta de unión entre ellos. Ese hilo que se había tejido entre ambos empezaba a resquebrajarse sin desearlo ninguno de los dos. Ciertas decisiones tenían esa apariencia. La comunicación empezó a decaer y la soledad, otra vez, los invadió y dejaron de sentir esa vibración conjunta.
José se estaba enterando de todos los detalles por su amigo. Se sentía solo, helado, frío, vacío y desorientado. Una amistad se había truncado sin haberlo buscado. Pero cada decisión de soledad tenía su fuerza en la comunicación. Todo empezaba con mucha fuerza, con mucha novedad, con muchas campanas de promesas preciosas.
Pero, mantener esas expectativas era otra cosa. La tranquilidad, la sistematicidad, el detalle de cada día iba afinando realmente lo que nuestro corazón sentía. El desconsuelo lo invadió. El vacío le hacía daño en esa situación. ¿Cómo revertir tal chasco?
José le invitó a su amigo a realizar con él aquella lectura que tenía entre manos. Una equivocación delicada en nuestra vida. “Aquí es donde más claramente se puede ver el temor a Dios. Pues el amor es traicionero para aquellos que tienen miedo, ya que el miedo y el odio siempre van de la mano”.
“Todo aquel que odia tiene miedo del amor y, por lo tanto, no puede sino tener miedo a Dios. Es indudable que no conoce el significado del amor. Teme amar y ama odiar, y así, piensa que el amor es temible y que el odio es amor”.
“Esto es lo que inevitablemente les sucede a todos aquellos que tienen en gran estima a esta pequeña brecha, creyendo que es su salvación y esperanza”.
José y su amigo se miraban frente a frente. Se quedaron pensativos. Estaban pensando en las ideas que habían pasado delante de sus ojos y estaban alojadas en el cerebro reflexionando. El amigo de José expuso que las cosas se veían de forma diferente desde la paz y desde el sosiego.
Muchas decisiones nacían de reacciones que no se dominaban. Eran unos impulsos que salían del interior y que no les daban el tiempo para sopesarlos, pensarlos, reflexionarlos y ver el efecto que tenían en los demás. Necesitábamos ser cuidadosos.
Era algo así como remover el agua donde había barro y el agua se teñía de marrón quitándole la nitidez de la claridad. Así éramos los humanos: aguas revueltas por las emociones de inquietud y desasosiego. Nos faltaba la paz y el momento oportuno para reflexionar cada uno de nuestros pasos.
Con esa confusión, con esa turbulencia de falta de claridad se podía entender esas palabras que hacían temblar: “Teme amar y ama odiar, y así, piensa que el amor es temible y que el odio es amor”. Un mal diagnóstico por falta de claridad, una reacción inadecuada por falta de sabiduría.
Ahora el amigo de José veía con claridad su confusión. La conversación y la unión había servido para devolverle al agua esa cualidad de nitidez que nuestras decisiones precipitadas no nos dejaban ver.
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