Juan estaba entusiasmado con sus estudios de programación. La aparición de la informática estaba abriendo unas puertas inmensas para reproducir procesos automáticos que se producían en nuestras vidas. Esos procesos, con los datos oportunos de cada momento, nos daban las soluciones y compartían unas ventajas inestimables con nosotros.
Se programaban los nudos importantes, las variables, las diversas posibilidades, el rango de elección y todos los incidentes que podrían llevar. Al final, con unos datos nos orientaban en su mejor solución. Juan llevaba también ese asunto de programación a la vida, a los pensamientos y a las expectativas.
Recordaba un incidente sencillo que pasó en su vida de pequeño. Estaba jugando a un juego de azar con unos huesos de melocotón. Los chicos, duchos en tirar esos huesos por unas oquedades del bordillo de la acera, trataban de tocar los huesos de los demás para eliminarlos.
En el fragor del sencillo juego, se plantearon las consecuencias de la eliminación de cada uno y del premio del vencedor. Todos los eliminados debían pagar unos céntimos y el ganador los adquiría en su totalidad. Uno de ellos, que no tenía céntimos, se jugó su estuche de madera de lápices. Prometió entregarlo al vencedor sin ningún problema.
Así la programación estaba hecha. Se debía eliminar a doce jugadores. Cada uno pagaría con sus céntimos. Uno ponía en prenda su estuche de lápices. La apuesta estaba en marcha. Juan sabía que si perdía sólo debía poner unos céntimos. Se decidió a jugar y ver lo que pasaba.
La partida se sucedía con las exclamaciones de los amigos ante las diversas jugadas. Juan iba adelantando. No se lo creía. No lo esperaba. Pero ya sólo quedaban cuatro jugadores. Su mente se centró en el estuche de madera. Ese muchacho seguía jugando. Se ilusionó mucho con él.
Iba diseñando en su mente sus estrategias. Fueron eliminándose y al final sólo quedaba el muchacho del estuche y él. En una bolsa todos los céntimos de los perdedores. En un puesto imaginario el estuche de madera del compañero que lo había empeñado.
Nervios en el interior. Inquietud en la jugada. Ilusiones que se despertaban en sus gestos y en sus miradas. Los dedos diestros dejaban bajar con ligereza el hueso del melocotón. El premio del día le sonreía a Juan. No supo cómo, pero eliminó al muchacho.
La cara del perdedor cambió repentinamente de semblante. Eso le dio mala espina a Juan. Toda su programación en su mente de ir eliminando y poder tener el estuche de madera apostado parecía que no se iba a cumplir. Los programas que no llegaban a su final, predicho de antemano, nos frustraban y nos sacaban lo peor de nosotros.
“Cuando te invade la ira ¿no es acaso porque alguien no llevó a cabo la función que tú le habías asignado? ¿Y no se convierte esto en la razón que justifica tu ataque?”
“Los sueños que crees que te gustan son aquellos en los que las funciones que asignaste se cumplieron, y las necesidades que te adscribiste, fueron satisfechas. No importa si esas necesidades se satisfacen o si son simplemente algo que se desea”.
“Es la idea de que existen lo que produce miedo. Los sueños no se desean en mayor o menor medida. Simplemente se desean o no se desean. Y cada uno representa una función que tú le has asignado a algo: algún objetivo que un acontecimiento, un cuerpo o una cosa debe representar o alcanzar por ti”.
“Si lo logra, crees que el sueño te gusta. Si fracasa, crees que es triste. Pero el que fracase o se logre no es lo que constituye su médula, sino simplemente su endeble envoltura”.
Juan recordaba la tremenda desilusión al comprobar que el muchacho había lanzado un farol. Había sido doble. Había empeñado su estuche de madera para poder jugar, pero nunca para entregarlo. El fallo estaba en ese muchacho. Desde la distancia, Juan se percataba que su frustración se la había gestado él mismo.
Hasta ese momento había realizado todas sus tareas escolares sin el estuche de madera. Era cierto que alguien no había sido sincero y noble. Había jugado con la buena fe de todos. Pero, al final, la frustración nos la producíamos nosotros mismos. En todo el proceso de programación no habíamos previsto las variables de los comportamientos de algunas palabras y compromisos de los demás.
En la programación de la vida, Juan entendía que no podía concluir con esas dos posibilidades de alegría o frustración. Debía tener en cuenta que había muchas más posibilidades y que la falta de palabra en unos, los miedos en otros, las bravatas en unos cuantos y la falta de nobleza jugaban sus variables.
Todo se trataba de una programación personal. Y en esa planificación, nadie, excepto nosotros, poníamos los puntos interesantes, débiles, difíciles e insuperables. Nadie hacía esa programación. Así que el resultado final no dependía de los demás. Dependía de nosotros mismos.
La actitud madura de comprensión nos ayudaba mucho a la hora de tener programas adecuados en el diario convivir y en el esfuerzo cotidiano por parte nuestra.
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