Darío tenía una animada conversación con su esposa. Ella le reprochaba la actitud de bondad que exhibía ante personas nuevas. Debía ser más astuto. Debía tomar medidas de protección. No podía fiarse de las personas. Muchas de ellas no lo merecían.
Ese pensamiento le rebotaba en el pecho a Darío. No podía colgar el cartel de la desconfianza en cualquier persona que se le acercara. Había que darle una posibilidad de tratar bien y con consideración a la persona. Una vez que la persona se mostraba tal cual, si no se merecía la confianza, no se le otorgaba.
Seguía fiel a su forma de ser. Había sufrido, en algunas ocasiones, la desconfianza que le habían mostrado hacia su persona en las personas que no conocía y tenía una relación incipiente. Eso le había dolido. Veía que era más una aplicación de un principio equivocado que de una experiencia.
Tachar a las personas de desconfiadas era un elemento totalmente injusto. Cada persona, con sus reacciones, mostraba hasta qué punto su palabra y sus compromisos eran ciertos, adecuados y bien establecidos. Ese procedimiento le convencía a Darío mucho más.
Era cierto que algunas personas le habían engañado, habían abusado de su nobleza, según su esposa, ingenuidad. Pero no llegaba a comprometerse hasta tal punto que no pudiera retirar su ofrecimiento hasta límites nobles y humanos. La confianza era un intercambio de personas de alta humanidad.
Era consciente de que no todas las personas tenían ese concepto de alta humanidad. Era consciente de que ciertas personas vendían su palabra por conseguir sus objetivos perversos. Pero también era cierto que no todas eran iguales y que debían ser probadas con la confianza inicial hasta cierto punto.
La discusión siempre terminaba con una comprensión mutua. Su esposa entendía muy bien el corazón noble de Darío. Y su esposo comprendía muy bien el sendero que le desplegaba su esposa. Un punto de contacto entre las dos propuestas se alzaba como línea de comprensión entre ambas posturas.
Darío se ensimismaba con aquellas declaraciones: “No hay tiempo, lugar ni estado del que Dios esté ausente. No hay nada que temer. Es imposible que se pudiese concebir una brecha en la Plenitud de Dios”.
“La transigencia que la más insignificante y diminuta de las brechas representaría en Su Amor eterno es completamente imposible”.
“Pues ello querría decir que Su Amor puede albergar una sombra de odio, que Su bondad puede a veces trocarse en ataque, y que, en ocasiones, Él podría perder Su infinita paciencia”.
“Esto es lo que crees cuando percibes una brecha entre tu hermano y tú. ¿Cómo ibas a poder, entonces, confiar en Dios? Pues su amor debe ser un engaño”.
“Sé precavido entonces: no dejes que se te acerque demasiado y mantén una brecha entre Su Amor y tú a través de la cual te puedas escapar en caso de que tengas necesidad de huir”.
A Darío le atraía esa actitud del Eterno respecto al amor, respecto a la consideración de Sus Hijos, respecto a la consideración de nuestros hermanos. Una persona podría estar confundida, equivocada, desorientada, pero su ser era realmente divino por Creación.
Esa consideración ayudaba a comprender la relación con el hermano. Alejado de las consecuencias de un sueño nefasto, pero cercano en la consideración de un Hijo del Eterno con todas sus consecuencias. El sueño no definÍa al soñador. Por ello, la unión con el hermano, en cuanto consideración, era intocable.
Darío iba dando pasos en ese sendero. Era consciente de que sus dudas chocaban con una realidad imposible: “Pues ello querría decir que Su Amor puede albergar una sombra de odio, que Su bondad puede a veces trocarse en ataque y, que, en ocasiones, Él podría perder Su infinita paciencia”.
Y eso ya no era amor. La brecha entre el hermano y nosotros no existía. El amor nos unía y nunca dejaría de fundirnos como Hijos del Eterno.
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