Guille estaba sorprendido. La afirmación era clara y contundente. Sólo había aspectos y cualidades de cada uno que se confirmaban cuando se compartían. Si no se compartían, no se sabía si las teníamos o no. La única manera de entender esas cualidades era ofreciéndolas generosamente a los demás. En ese acto aprendíamos que las teníamos.
Guille hacía un repaso de cualidades que había descubierto que las tenía. En sus momentos de estudio, los idiomas extranjeros se estudiaban en castellano. El profesor hablaba castellano y trataba de hacernos aprender signos ingleses o franceses para aprender.
En un ambiente castellano, el profesor nos entendía, nos entendíamos y practicábamos los signos extranjeros. No era diferente de estudiar cualquier otra materia. Lo mágico resultaba cuando en el contacto con alguna persona inglesa o francesa descubríamos que esos signos estudiados nos servían para comunicarnos.
Lo maravilloso era esa comunicación. Lo estupendo era saber que el otro no sabía español y la comunicación debía ser en inglés o francés. Entonces dejaba de ser una tarea escolar para darse cuenta de que uno era capaz de expresar esos signos y de que el otro los entendía.
La enseñanza, desde ese punto de vista, ha cambiado mucho. Ya en las aulas se utiliza la lengua de aprendizaje para explicar. El entorno ya se construye en la lengua extranjera. Los diálogos tienen el aroma de una naturalidad en la lengua de estudio.
Recordaba el entusiasmo que tenía una persona que estaba estudiando inglés cuyo profesor le había invitado a un pub irlandés donde se hablaba solamente inglés. La ilusión le rebosaba. Quería saber, por comunicación, si era capaz de poder entender y expresar con los signos estudiados. La práctica hacía maestros. Y la comunicación sellaba si se iba por el buen camino.
“No condenes a tu salvador porque él crea ser un cuerpo. Pues más allá de sus sueños se encuentra su realidad. Pero antes de que él pueda recordar lo que es, tiene que aprender que es un salvador”.
“Y tiene que salvar a todo aquel que quiera ser salvado. Su felicidad depende de que te salve a ti. Pues ¿quién puede ser un salvador sino aquel que brinda salvación?”
“De este modo aprende que la salvación es algo que él tiene que ofrecer. Pues a menos que se la conceda a otro no sabrá de que dispone de ella, ya que dar es la prueba de que se tiene”.
“Esto no lo pueden entender aquellos que creen que con su fuerza pueden menoscabar a Dios. Pues ¿quién podría dar lo que no tiene? ¿Y quién podría perder al dar aquello que, por el hecho de darlo, no puede sino aumentar?”
Guille pensaba en el relato de la multiplicación de los panes y los peces. Siempre le había dado vueltas a ese relato. Comieron todos y todavía sobraron enormes cestas de comida. ¿Qué tipo de comida era esa que se saciaban y todavía sobraba?
Guille recordaba también las palabras del Maestro: “El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida”. Si la comida física no era lo oportuno, ¿qué cualidad de vida era la que representaba el pan?
La respuesta la había buscado muchas veces. En aquellos momentos de compartir, veía que aquello que se multiplicaba, saciaba y sobraban muchos cestos, una vez llenos, era el amor.
El amor si no se compartía no se desarrollaba. Si no se ofrecía, no se sabía que se tenía. Si no se compartía, no comprendía lo que realmente era. Guille se quedaba en paz, en serenidad. Eran verdades que nadaban en las lagunas de aguas vivas de sus pensamientos.
Eran aguas que daban vida al poder compartirlas con aquellos que nos rodeaban y tratábamos de descubrir, a través de esos intercambios, la cualidad de nuestro ser. El otro era necesario e indispensable para conocernos.
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