Raúl se debatía interiormente. Quería conocer esa afirmación de ser como niños para alcanzar la dicha del gozo y de la iluminación. Se preguntaba qué cualidades del niño entraban en juego en ese contexto.
Había escuchado muchas propuestas. No todas le convencían. Sus pasos le llevaban de una forma automática por aquel prado, por aquellas montañas, por aquellos senderos que pasaban muchas almas.
Disfrutaba del ambiente, de la vista, de la brisa y del ruido de sus botas. Sentía como se clavaban en cada paso que daba. Iba lento, despacio. Nada le empujaba ni le aceleraba.
Raúl entendía que una de las cualidades infantiles era la confianza. Una confianza total en sus padres, en sus palabras, en sus orientaciones y en sus ideas que abiertamente compartían y le enseñaban. La seguridad del amor lo envolvía todo de un agradecimiento total.
No entendía aquella historia que le contaron acerca de un padre jugando con su hijo. Lo elevó a una altura. Le invitó a que se tirara. El muchacho confiado inició su vuelo a los brazos de su padre. El padre se apartó. No le ofreció sus brazos.
Dejó que el muchacho diera con sus huesos en el suelo, todo desconsolado y frustrado. Un padre duro e implacable le espetó: “Nunca te debes fiar de nadie, ni de tu propio padre”.
Una forma de romper los vínculos de la confianza por la desagradable sensación de la pura desconfianza. Así quería que abandonara la cualidad infantil por otra más madura y adulta. Un terror para el muchacho. Parecía que el padre había descubierto poca confianza en el mundo adulto.
Sin embargo, Raúl había notado los buenos resultados de la confianza en los adultos. Un enfermo que espera recibir palabras de apoyo, de ánimo y de franqueza en su doctor. La confianza funcionaba. Las palabras del doctor se tomaban al pie de la letra. Se las consideraba.
En algunas ocasiones, ante una duda en su camino, le habían dicho: “no te preocupes, ese señor es un hombre de palabra. Ten confianza”. Y esta afirmación le había calmado su interior, su inquietud. Había recobrado la paz.
Por ello, a pesar de todo, Raúl seguía viendo la confianza como un elemento esencial en su camino. Dar confianza, recibir confianza era vital. Una cualidad encomiable que produce una buena siembra de bondad.
Otro autor le dijo que los niños siempre preguntan. No saben el significado de lo que captan, oyen, ven, leen y lo preguntan. La persona cercana tiene el medio de clarificar la cuestión oportuna. Los niños no lo saben todo. Quieren saberlo y preguntan.
Los adultos, respecto a la vida, creen que lo saben todo. Raúl se acordaba de una conversación que tuvo con una persona mayor. Raúl le compartía sus proyectos, su visión amable del ser humano, su entusiasmo y el respeto por todos los demás.
La persona mayor le decía que ya se haría mayor y que todos esos fuegos juveniles de naturalidad, confianza y buen ambiente se le irían diluyendo en la dureza de muchos momentos.
Raúl se descorazonaba. En algunos instantes temió hacerse adulto. Pero, su fuerza interior luchaba con ahínco y con destreza. El ser humano era genial y no podía, de ninguna manera, menospreciarlo. Nadie se lo merecía.
Y comprobaba que los adultos parecían que lo sabían todo. Conocían la vida, conocían sus vericuetos y estaban hartos engreídos de que ya lo habían aprendido. Una cualidad que no existía en el niño.
Raúl se daba cuenta de que su planteamiento no podía abandonar la actitud del niño: buscar siempre la respuesta al significado de las cosas de la boca de las personas sabias. Decidió que no quería perderse esta cualidad infantil.
Respetaba a las personas sabias que se le cruzaban en la vida. Admiraba a las personas que conservaban sus tesoros de búsqueda sincera y continua. Él quería seguir ese camino en su vida.
Raúl reconocía que había mucho para saber y aprender. Y ese proceso no terminaba nunca. En su interior, decidió unas palabras que se repetía de continuo: “Este niño interior deseoso de aprender no saldrá nunca de mí”.
Siempre le gustaba rodearse de buenas personas, agradables, sabias y poder compartir con ellas, en hermosas conversaciones, sus inquietudes de la vida. Eran momentos supremos. Eran momentos de delicia. Aprender era el placer más gozoso de su existencia.
Se quedó sorprendido al escuchar que las personas siempre piden amor. Unas lo hacen directamente. Son muy pocas las personas que admiten su necesidad en esta área. Otras lanzaban algunas palabras molestas. La barrera les impide compartir su propia necesidad.
Y otras, las más torpes, atacaban a las otras personas. Raúl se quedó estupefacto cuando una persona sabia le decía que no lo interpretara como ataque. Era una forma de decir que la amaras. Raúl no cabía en sí de asombro. Aparentemente no sonaba así.
Pero le gustaba tener esta cualidad de aprendizaje de un niño. Le decía la persona sabia que la interpretación era siempre la misma: falta de amor. La persona es esencialmente amor. Cuando la persona es amada, se equilibra. El amor dulcifica, apacigua y llena esa carencia interior.
Raúl entendía a ese muchacho que recibió esa frustración por los brazos del padre que desaparecieron. Un alma así necesitaba el amor para restablecer el equilibrio interior de su vida emocional. Su forma de pedirlo tendría que nacer del enojo y de la desconfianza.
Raúl se afianzaba en sus principios de niño. La confianza y el aprendizaje serían sus aliados continuos en su deambular por la vida. Con estos principios se acercó a estos pensamientos:
“Herman@ mío, tú eres parte de Dios y parte de mí”.
“Cuando por fin hayas visto los cimientos del ego sin acobardarte, habrás visto también los nuestros”.
“Vengo a ti de parte de nuestro Padre a ofrecerte todo nuevamente”.
“No lo rechaces a fin de mantener oculta la tenebrosa piedra angular, pues lo protección que te ofrece no te puede salvar”.
“Yo te daré la lámpara y te acompañaré”.
“No harás ese viaje sol@”.
“Te conduciré hasta tu verdadero Padre, Quien, como yo, tiene necesidad de ti”.
¿Cómo no ibas a responder jubilosamente a la llamada del amor”.
Raúl se sentía emocionado al constatar esa compañía que siempre ansiaba en su interior. La descubría de un modo especial. “Yo te daré la lámpara y te acompañaré”. Recibía la lámpara. Tenía su misión. Tenía la posibilidad de ver en la oscuridad. Pero, también, sentía la compañía.
Raúl se reafirmaba en su decisión. Ese niño interior salía. La luz en la mano. La compañía a su lado. Y esa enorme seguridad que lo envolvía. “No harás este viaje solo”. “Te conduciré hasta tu verdadero Padre”. Raúl no cabía en sí de gozo.
De una forma consciente elegía. De una forma consciente se dejaba orientar como un niño. De una forma consciente aceptaba el aprendizaje de la sabiduría suprema. Así Raúl aprendía que el niño era confiado de forma inconsciente. El niño-adulto aprendía confianza de forma consciente.
Era como un viaje de retorno a nuestra infancia pero de forma totalmente consciente. El niño confiaba totalmente inconsciente y vivía su cielo. El niño-adulto confiaba totalmente consciente y vivía su cielo profundo.