lunes, marzo 20

EL FUEGO DE TU VALÍA

Esteban recordaba con un sentimiento de impotencia la evolución de algunos de sus alumnos. Sentía que eran personas con grandes dotes intelectuales. Estaban preparados para alcanzar las mejores cimas de la vida. Podían aspirar a grandes cosas. Sin embargo, había algo que los paraba, los rompía y los destrozaba en el camino. Era sencillamente la opinión que tenían de sí mismos. 

Al principio, en su juventud, creía que esa opinión cambiaría. Se harían más fuertes. No se valoraban. No se sentían capaces de nada. A pesar de sus buenas notas, se decían a sí mismos que no valían. Esteban sufría porque no era verdad. Eran personas dotadas de muchos dones intelectuales. Pensaban bien, reflexionaban mejor. Se podía contar con ellos. 

Ninguno ganó la batalla. Descubrió que ya les podían decir toda la gente lo bueno que eran. Todas esas opiniones se estrellaban contra el muro de su personal desconfianza. Esas vidas dejaron huecos en el alma de Esteban. Parecían grandes buques de navegación sin hélice que los dirigiera. Concluía que lo más nefasto en la vida no era más que dejar de confiar en las propias grandezas. 

Esteban daba gracias a todos los sabios que encontró en su camino de formación. Todos repetían los tesoros que él tenía, los tesoros que el ser humano poseía. Nadie los podía quitar. Nadie los podía robar. Nadie podía negarlos excepto uno mismo. Una cruel realidad que había constatado en su experiencia. 

Por ello, se alegraba sobremanera con aquellas líneas que leía: “Tú, Su Hijo bien amado, no eres una falacia, puesto que eres tan real y tan santo como Él. La quietud de tu certeza acerca de Él y de ti mismo es el hogar de Ambos, donde moráis como uno solo y no como entes separados”. Esteban gozaba con esa magnitud maravillosa de cada ser humano. 

Era una unión, una fusión, una unidad total: “donde moráis como uno solo y no como entes separados”. Tomaba aire. Ensanchaba sus pulmones. Su cuerpo gozaba ese pensamiento que lo hacía vibrar: ser uno con el infinito. ¡¿Quién podría haberlo imaginado?! Dejaba escapar el aire y se volvía a llenar con el oxígeno de la libertad, de la plenitud y de la unidad. 

Un poco más reconfortado ante tamaño descubrimiento seguía leyendo: “Abre la puerta de su Santísimo hogar y deja que el perdón elimine todo vestigio de la creencia en la condenación, la cual priva al Padre Celestial de Su hogar y a Su Hijo con Él”. Esteban veía que no debía condenar a nadie en sus pensamientos. No debía dejar que ningún pensamiento nocivo habitara en su mente. 

Ese pensamiento hiriente era el causante de la condenación, de la separación y de no habitar con Su Padre Celestial. El camino iba apareciendo ante su mirada: “Dale la bienvenida a tu hermano al hogar donde el Padre Celestial Mismo lo ubicó en serenidad y en paz, y donde mora con él”. 

“Las falacias no tienen cabida allí donde mora el amor, pues este te protege de lo que no es verdad”. Un sentimiento amoroso nos protegía de lo que no era verdad. Nadie en su amor podía dejar de considerar a los demás como tesoros de gran valor. Nadie en su amor podía decirse a sí mismo que no era una joya creada por la naturaleza. Nadie en su amor podría dejar de brillar ante los rayos del sol. 

El amor era mucho más que un sentimiento. Era la brújula y la hélice del pensamiento. Tenía un rumbo claro: LA VERDAD. Esteban recordaba con pena esos pensamientos que se tenían en aras de humildad. Incidían en que no éramos nada. Repetían que no valíamos nada. Al fin y al cabo, éramos insignificantes. Y no era cierto. Éramos uno con el Creador: “donde moráis como uno solo y no como entes separados”. 

Esteban se reafirmaba una vez más. El sentimiento amoroso faltó en aquellos alumnos que tenían bajo concepto de ellos mismos. Además de las reflexiones, Esteban decidió hacer una incursión mucho mayor en el terreno del amor, de la atención, del apoyo, donde podía crecer en ese jardín amoroso la auténtica verdad. “Las falacias no tienen cabida allí donde mora el amor, pues este te protege de todo lo que no es verdad”.

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