Samuel recordaba aquel encuentro con su hermano. Debían realizar unas gestiones conjuntamente y estaban los dos sentados en el coche. Su hermano ocupaba el asiento del acompañante. Mientras conducía su hermano le estaba dedicando toda una serie de reflexiones en contra suya. Lo estaba condenando por ciertas actitudes propias.
Lo tachaba de egoísta, de manipulador y de salirse siempre con la suya. Continuaba con la idea de falta de solidaridad en las ocasiones familiares donde él no había estado a la altura. Samuel escuchaba esas afirmaciones. No era un motivo agradable de conversación. El tono era inapropiado, el reproche bien claro y la condenación total.
El viaje continuaba y la mente de Samuel discurría. Una vez pasado el estupor de aquellas reflexiones al ser inesperadas, veía que esas mismas reflexiones se adecuaban completamente a su hermano. Samuel pensaba lo mismo de su hermano. Pareciera que, en lugar de definirlo a él, se estuviera definiendo a sí mismo. Optó por callar.
Las gestiones que tenían que hacer los dos requería paz y concordia. No quiso continuar con esa serie de ideas. Trató de no ofenderse, ni molestarse. Suavizó el ambiente y pudieron resolver sin ningún inconveniente todos los pasos del proceso que debían solucionar. Esa conversación quedó en su corazón. El tiempo pasó.
Samuel se vio muy contrariado con aquellas afirmaciones y con el deseo terrible dentro de él de decirle que se estaba definiendo su hermano a sí mismo. Ahora lo veía de forma diferente. Veía con claridad que aquellas energías que se revelaban en su interior contra su hermano partían de un principio muy claro. Si lo que nos adjudicaban con ataque de condenación, nosotros no lo éramos, no nos inmutábamos.
Ya podían decir lo que quisieran. Si nosotros estábamos libres de esos elementos que nos adjudicaban, la reacción era paz. No nos lo creíamos. No reaccionábamos. No nos molestábamos. La reacción indicaba que nosotros estábamos implicados, en cierta manera, con esa forma de ser que nos decían de una forma censuradora. Samuel sabía que la mentira no ocupaba ninguna parte en su vida.
Si lo atacaban de mentiroso, no se ofendía. Lo máximo que podría haber sucedido era un malentendido. Otra cosa no cabía de ninguna manera. Por ello, no perdía nunca la paz en ese terreno. Pero, si ante alguna afirmación, Samuel sentía inseguridad dentro de sí, buscaba en su mente el origen para descubrir esa cuestión que parecía que sí tenía en su interior.
Samuel tenía claro una cosa. No podía atacar a nadie. Todo ataque partía de la misma falta que tenía en su interior. Atacar a otro era hablar de sí mismo. Lo vio claro en la boca de su hermano. Por tanto, no podía censurar a nadie. Y, con este planteamiento, entendía aquel texto: “Cada uno ve en el otro aquello que le incita a atacar en contra de su voluntad. De esta manera cada uno le atribuye sus errores al otro y se siente atraído hacía él para poder perpetuar sus errores”.
“Y así se hace imposible que cada uno vea que él mismo es el causante de sus propios errores al desear que el error sea real y poder atacarlo en el otro”. Samuel quedaba en suspenso. Su tranquilidad le rodeaba. Veía luz. Fue maravilloso recibir el ataque de su hermano. Se dio cuenta de que aquel ataque definía a su hermano.
Se dio cuenta de que, al hacerle daño, también él participaba del mismo error condenatorio. La conclusión era evidente. No podía atacar a nadie sin dejar de perpetuar ese mismo error en él mismo. Eso le cambiaba sustancialmente su visión y su forma de pensar. Cada vez que le venía la idea de censurar a alguien, el pensamiento, como un espejo, le devolvía la frase: ese mismo error que atacas es tu propio error.
Así pudo comprender que, al no atacar al otro, al no atacar a nadie, no se atacaba a sí mismo. Salvando al otro de sus ataques, se salvaba a sí mismo. Ausencia de ataque a los demás, ausencia de ataque a sí mismo. ¡Maravilloso descubrimiento!
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