Pablo sentía en su corazón la fuerza de la paz. Poco a poco descubría los hermosos frutos que esa paz le iba produciendo. Era el camino para ver todo con una claridad impensable. Era el medio para sentir que la vida era un regalo para vivirla cada día. Era la situación donde nada se distorsionaba y se veía en su auténtica perspectiva.
La paz era la gema de gran precio. El tesoro ansiado por la gran sabiduría. El anhelo de todas las almas inquietas del vivir. El estado donde todo se solidificaba en una sensación de bienestar, de buen juicio, de una vista acertada y de una situación equilibrada. La paz interna se asociaba a ese cielo dibujado por muchas mentes serenas.
Pablo reflexionaba, pensaba, discurría. Si había lucha en la mente era porque había una creencia que apoyaba la guerra y la inestabilidad. Nada podía existir sin tener un fuerte apoyo por parte nuestra. Si la guerra no tuviera sentido, no existiría. Pero, parecía que había algo que ganar. Y, por eso, la guerra se sostenía y vivía.
“El recuerdo del Padre Celestial aflora en la mente serena. No puede venir allí donde hay conflicto, pues una mente en lucha consigo misma no puede recordar la serenidad eterna. Los medios de la guerra no son los medios de la paz, y lo que recuerda el belicoso no es amor”.
“Si no se atribuyese valor a la creencia en la victoria, la guerra sería imposible. Si estás en conflicto, eso quiere decir que crees que el ego tiene el poder de salir triunfante. ¿Por qué otra razón sino te ibas a identificar con él?”
“Seguramente te has percatado de que el ego está en lucha con el Padre Celestial. Que el ego no tiene enemigo alguno, es cierto. Mas es igualmente cierto que cree firmemente tener un enemigo al que necesita vencer, y que lo logrará”.
Pablo empezaba a considerar esos momentos donde perdía la paz. Parecía que tenía que luchar contra alguien. Pero, ahora, se daba cuenta de que no había nadie a quien vencer. Y esa nueva visión le derribaba todos los muros del pensamiento que sostenían su enfado, su lucha y su enfrentamiento. Se repetía a sí mismo: “no hay lucha porque no hay nadie a quien vencer”.
Así Pablo iba quitando esas creencias que mantenían la lucha y el enemigo. Sin lucha y sin enemigo, la paz florecía. Pablo se gozaba de esa realidad que embargaba su alma, rodeaba su corazón, compartía con todos los que se cruzaban en su camino. La paz campaba en su cuerpo y en todo su alrededor. ¡Hermosa paz del Padre Celestial!
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