David entraba en el concepto de dos palabras. Dos palabras que cambiaban radicalmente la actitud de la mente y de la persona frente a la vida y frente a las experiencias. Una palabra era “error”. La otra, “condenación”. Había sufrido mucho con la segunda palabra “condenación”. Parecía que cuando eras condenado ya no había solución para nada.
Era como si fueras arrancado del jardín de la vida y echado a un lugar donde las relaciones ya eran imposibles. Todavía tenía cercana la experiencia de una de sus amigas. Ella había tenido un malentendido con otra compañera. Admitió su error. Le pidió disculpas. Su compañera no se las admitió. No lo consideró error. Lo consideró condenación. Y, ya se sabe, cualquier equivocación en la vida y ya estás condenado.
David no podía comprender esa actitud en ninguna de las personas que pisábamos esta tierra y vivíamos nuestras experiencias. Nosotros no veníamos a este mundo con un instinto cuyo comportamiento ya estaba dictado por las leyes naturales. Veníamos con la facultad de la libertad. Teníamos la facultad del aprendizaje. Y con esas dos facultades recorríamos nuestro camino.
Los errores eran normales. De los errores se aprendía. Los errores nos indicaban los caminos que nuestra libertad debía dejar de lado. La libertad era lo supremo que nos distinguía de los animales. La libertad era la facultad maravillosa para ser tenida en cuenta. De ahí, el respeto, la admiración, la consideración de los unos para con los otros.
David se repetía la frase en latín que había aprendido acerca del error. “Errare humanum est” cuyo sentido era claro: “Es propio del ser humano equivocarse”. A pesar de esa visión clara y precisa sobre nuestra condición, se había echado sobre los seres humanos la idea de la “condenación”. Su amiga, al paso de los años, no había podido recibir la comprensión de su compañera.
La visión estaba clara. El error había pasado a ser considerado condenación. El error se podía corregir. La condenación no permitía la corrección. La condenación, sencillamente, condenaba. Y David veía que el cambio de error a condenación se instalaba en las mentes de las personas. Eran ellas, en el proceso de su libertad, las que cambiaban las palabras.
Tachaban unas acciones de “error” y otras, de “condenación”. David veía que debía expulsar de su mente, de su vocabulario, de su consideración, todo lo que vivía en la palabra “condenación”. “La razón puede reconocer la diferencia entre la condenación y el error porque desea la corrección. Te dice, por lo tanto, que lo que pensabas que era incorregible puede ser corregido, y que, por consiguiente, tuvo que haber sido un error”.
“La oposición del ego a la corrección conduce a su creencia fija en la condenación y a desentenderse de los errores. No ve nada que pueda ser corregido. El ego, por lo tanto, condena y la razón corrige y salva”. David había pasado malos momentos en su familia, con sus amigos y con algunas incidencias particulares de su vida.
Sin ser consciente, había caído en la trampa de la condenación. Y así, condenaba tanto a los demás como se condenaba a sí mismo. Y la condenación exigía el castigo. Y castigaba a los demás y se castigaba a sí mismo.
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