viernes, marzo 3

FORMAMOS NUESTRA IDENTIDAD

José se abría al entendimiento de la palabra “identidad”. Procedía de la palabra latina “ídem”. Su significado en latín era “lo mismo”. Así que la palabra “identidad” recogía ese significado y expresaba “ser igual a”. Nuestra identidad se resumía en “ser igual a”. Una definición en la que, en muchos aspectos, no podíamos intervenir, pero que, en otros, sí que se trataba de nuestra creación y de nuestros pensamientos. 

Los pensamientos podían cambiar. Entonces, las ideas asociadas podían variar y con ellas, ciertas percepciones de nuestra “identidad”. Esa palabra tenía un concepto dual. Por una parte, se refiere a características que nos hacen percibir que una persona es única (una sola y diferente a las demás). Por otro lado, se refiere a características que poseen las personas que nos hacen percibir que son lo mismo (sin diferencia) que otras personas. 

Una frase condensaba ambas expresiones: “Hijo, tú eres único y muy especial. . . lo mismo que todos los demás”. En esa línea de “parecerse a” y “ser único” se asentaban las siguientes líneas: “Si atacas a quien el Padre Celestial quiere sanar y odias a quien Él ama, entonces tú y tu Creador tenéis voluntades diferentes. Pero, si tú eres Su Voluntad, entonces debes creer que tú no eres quien eres”. 

Una conclusión lógica de esta disparidad de criterios. Algo realmente no funcionaba. ¿Se podía seguir aceptando esa línea de discrepancia? “Puedes ciertamente creer esto y, de hecho, lo crees. Y tienes convicción de ello y encuentras muchas pruebas a su favor. ¿Y, de dónde procede, te preguntas, tu extraño desasosiego, tu sensación de estar desconectado y tu constante temor de que tú no signifiques nada?”

“Es como si hubieses llegado hasta aquí a la deriva, sin ningún plan, excepto el de seguir vagando, pues sólo eso parece seguro”. Es como si se hubiera trastocado algo. Se hubiera cambiado algo esencial. La identidad nos recordaba que “nos parecíamos a”. Y en ese nivel no tuviéramos claro a quién nos parecíamos. Y, de ahí, el desasosiego. 

Ese nivel era nuestra decisión, el ejercicio de nuestra voluntad. Teníamos la opción de “parecernos a” y reproducir la Voluntad, en nosotros, de nuestro Creador. Con esa idea en nosotros, el desasosiego desaparecería totalmente. Y el temor de no significar nada se esfumaría como la niebla ante el sol naciente. José terminaba su reflexión sobre la identidad tranquilo, sereno, completo, contento y con el rumbo dirigido a sus esencias primeras.

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