miércoles, marzo 15

EL AUTÉNTICO ORIGEN DE LA FUERZA

Marcos recordaba algunos episodios de su niñez relacionados con gente adulta. En una ocasión, un señor mayor se puso serio, muy enfadado, lanzaba imprecaciones contra los presentes. Sus ojos cargados de furia iban mirando fijamente a cada una de las personas. Los insultaba. Los atacaba. Los ridiculizaba. 

Todos estaban silenciosos. Nadie osaba levantarle la voz. El miedo se sentía. Marcos palpaba el temor en aquellos momentos de gritos y de gestos impotentes frente a aquella voz. Le parecía que era como un niño pequeño gritando. Estaba enfadado por una adversidad que había sucedido. Nadie tenía la culpa. Pero el señor se afanaba en condenarlos. 

A Marcos le llegaba la idea de que el señor mostraba su poder amilanando a los presentes, faltándoles al respeto, descargando su furia descontrolada. Era la forma que había vivido en varios contextos. En la familia, cuando se quería ejercer la autoridad, se gritaba y se hería con insultos. Así había crecido Marcos. Así había aprendido a tener el poder. Había que elevar la voz y gritar de forma desconsiderada. 

Ese era el modo de hacerse respetar. Marcos arrastraba desde su infancia esas ideas que, en momentos puntuales, se disparaban en su interior y le hacían gritar a la persona que le había quitado la tranquilidad. Era normal defenderse cuando se era atacado, o cuando se creía que lo estaban atacando. 

Leyendo aquellas líneas algo distinto emanaba de ellas. “¿No te das cuenta de que lo opuesto a la flaqueza y a la debilidad es la ausencia de condenación? La inocencia es fuerza y nada más lo es. Los que están libres de condenación no pueden temer, pues la condenación implica debilidad. Nadie que tenga un enemigo es fuerte, y nadie puede atacar a menos que crea que tiene un enemigo”. 

Marcos entendió que dar miedo a los demás, desacreditarlos, herirles y despreciarlos era el medio de clarificar dudas y sospechas. Era el medio de defenderse de no sé qué no comprendía y no se sentía respetado. Pero, a lo largo de su vida, algo en su interior le decía que ese camino era un sendero donde dejaba a muchas personas lastimadas y heridas. Y después, él se daba cuenta de su error y, en su interior, se arrepentía. 

Ahora veía con claridad, y con meridiana luz, el poder de la inocencia, de la comprensión y del tremendo respeto que debía a los demás. Los gritos, los insultos, los ataques, los desprecios eran demostración evidente de debilidad. La fortaleza de la inocencia se destacaba de una forma como nunca había visto ni entendido. Se repetía para sus adentros aquella frase: “La inocencia es fuerza, y nada más lo es”. 

La inocencia produce una paz estable. Proporciona una serenidad tranquila que todo lo ve en su justa medida. Sabe distinguir el error con mucha facilidad. Es comprensiva y no lastima a nadie. Comparte su paz con todos. Calma la tormenta de la confusión. Sabe cambiar la actitud equivocada sin imponer. No busca erigir su opinión como medida de su fuerza. Sigue la búsqueda de la verdad y el equilibrio como su meta suprema. Nadie pierde. Nadie gana. Todos alcanzan la paz perfecta. 

Marcos aceptaba que sus experiencias de niño, con la actitud de aquel señor, eran una demostración de fuerte debilidad. Él mismo había sido débil siguiendo aquella receta. Ahora entendía que la frase que se repetía a sí mismo era la gran verdad de la fortaleza: “La inocencia es fuerza, y nada más lo es”. Así la unión de su experiencia y reflexión le daban la tranquilidad de su fuerza interior. 

Notaba que estaba pisando un terreno sólido. Y ese camino tenía una cualidad. Sacaba la fuerza interior y se adentraba para siempre en lo que nunca puede cambiar. En ese terreno, amaba Marcos estar.

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