Mateo recordaba con claridad aquella definición que le dio su profesor en una de sus clases universitarias. En el campo del conocimiento, la comparación era un medio de comprender mejor las cualidades y los conceptos de las cosas al poner en evidencia sus bondades y sus especificidades.
Su profesor le subrayó que la comparación era un mecanismo natural en nuestra vida. Cualquier opinión, cualquier opción, cualquier pensamiento nacía de la comparación de lo nuevo que llegaba hasta nosotros y nuestro sistema de pensamiento interior. Si coincidía con el acervo interior se aceptaba. Si no iba en la misma línea que nuestros planteamientos, entonces se rechazaba.
Eso implicaba que la base de nuestra orientación interna debía estar siempre alerta y siempre dispuesta a ser perfeccionada, completada, clarificada y ampliada. Esa reflexión tenía su importancia. Así leía aquellos pensamientos: “Pon a prueba todas tus creencias a la luz de este único requisito, y entiende que todo lo que satisface esta única petición es digno de tu confianza”.
“Nada más lo es. Lo que no es amor es pecado, y cada uno de ellos percibe al otro como demente y sin sentido. El amor es la base de un mundo que los pecadores perciben como completamente demente, ya que creen que el camino que ellos siguen es el que conduce a la cordura”.
“Mas el pecado es igualmente demente a los ojos del amor, que dulcemente prefieren mirar más allá de la locura y descansar serenamente en la verdad. Tanto el amor como el pecado ven un mundo inmutable, de acuerdo a como cada uno define la inalterable y eterna verdad de lo que eres”.
“Y cada uno refleja un punto de vista de lo que el Padre y el Hijo deben ser para que ese punto de vista sea significativo y cuerdo”.
Mateo se quedaba sin palabras. Entendía la verdad de la reflexión. Comprendía la necedad de su pensamiento. Al comprobar la comparación entre el amor y el pecado la solución no tenía color. El pecado tenía su fin. El amor nunca lo tendría.
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