Benito recordaba un incidente de su vida donde se vio totalmente traicionado por uno de sus amigos y por uno de sus apreciados profesores. Las palabras que recibió fueron duras. Las escuchó. Las digirió. No contestó nada. En su interior tomó una decisión. Dejaría caer la relación con su amigo. Respecto a su profesor fue más condescendiente. Pasó por alto su actuación.
Desde el punto de vista de sensatez, Benito se había comportado con prudencia y con serenidad. Se veía con la razón del asunto. Por ello, su corazón no dudaba en dejar caer esa amistad con su amigo. Era una persona inteligente, acerada, incisiva y muy penetrante. Algunas palabras no debieron haber sido dichas.
Pasó el tiempo. A pesar de las súplicas de su amigo, dejó que la relación se fuera enfriando. La separación y los lugares diferentes de sus actividades hicieron el resto. Ahora, Benito reflexionaba de diferente manera. La distancia sirvió, en su momento, para atenuar el dolor del enfrentamiento. El dolor se produjo por una falta de visión suya.
Nadie podía cometer acto tan grave que mereciera nuestro distanciamiento. Eso entraría en el terreno del pecado. Y el pecado era ruptura total. Se merecía la muerte. Ningún error nuestro merecía la muerte. Ninguna equivocación inconsciente tendría ese gran castigo. Todos los mortales nos equivocábamos. Todos los mortales nos dábamos cuenta de nuestros errores y deseábamos superarlos.
Así comprendía mucho mejor aquellos pensamientos: “Si el Espíritu Santo puede convertir cada sentencia que te impusiste a ti mismo en una bendición, entonces no pudo haber sido pecado. El pecado es lo único en todo el mundo que no puede cambiar. Es inmutable. Y de su inmutabilidad depende el mundo”.
“La magia del mundo parece ocultar de los pecadores el dolor del pecado, y engañar con falsos destellos y ardides. Mas todo el mundo sabe que el costo del pecado es la muerte. Y ciertamente lo es”.
“Pues el pecado es una petición de muerte, un deseo de hacer que los cimientos de este mundo sean tan firmes como el amor, tan dignos de confianza como el Cielo y tan fuertes como Dios Mismo”.
“Todo aquel que cree que es posible pecar mantiene al mundo excluido del amor. Y esto no cambiará. Sin embargo, ¿sería posible que lo que Dios no creó compartiese los atributos de Su creación, cuando se opone a ella desde cualquier punto de vista?”
Benito abría los ojos con toda su extensión. No podíamos pecar porque íbamos camino a la vida. Creíamos en el amor que nos daba nuestras energías cada día. Vivíamos el perdón y el amor para superar nuestros errores. Al no ver el pecado en los demás, los otros no se sentían incómodos frente a nuestra presencia. Éramos mensajeros celestiales del amor y del perdón.
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