Enrique se debatía dentro de sí mismo con una nueva idea que venía a romper gran parte de su vida, gran parte de sus pensamientos. Cada uno había nacido en un lugar distinto. Cada uno había tenido experiencias diferentes con su entorno y con su lengua. Cada uno había vibrado, llorado y disfrutado con esos lugares que le recordaban la infancia.
Era una experiencia común a todos los mortales, a todos los nacidos, a todos los que habían crecido en lugares distintos. Cada uno cantaba las excelencias de sus lugares conocidos. En cambio, la nueva idea de “lo uno” rompía con toda esa variedad que muchos decían que definían nuestras esencias. Todos pertenecíamos a ese “uno” que nos definía a todos.
Éramos “uno” por nuestra procedencia: Nuestro Padre Celestial. Éramos uno porque respondíamos al amor, a la atención, a la solicitud, a la emoción y a una sonrisa abierta y franca. Éramos “uno” porque todos necesitábamos la misma receta para desarrollarnos: ser amados y ser apoyados, ser valorados y ser respetados.
Éramos “uno” porque nuestro objetivo era la unión entre todos. Una unión que estaba más allá de los límites geográficos de nuestras tierras, de nuestras lenguas, de nuestros colores, de nuestras culturas. El objetivo de “lo uno” era embriagador en nuestro corazón. La separación y la distancia helaban los latidos cardíacos de desesperanza.
“El perdón convierte el mundo del pecado en un mundo de gloria, maravilloso de ver. Cada flor brilla en la luz, y en el canto de todos los pájaros se ve reflejado el júbilo del Cielo. No hay tristezas ni divisiones, pues todo se ha perdonado completamente”.
“Y los que han sido perdonados no pueden sino unirse, pues nada se interpone entre ellos para mantenerlos separados y aparte. Los que son incapaces de pecar no pueden sino percibir “lo uno”, pues no hay nada que se interponga entre ellos para alejar a unos de otros”.
“Se funden en el espacio que el pecado dejó vacante, en jubiloso reconocimiento de que lo que es parte de ellos no se ha mantenido aparte y separado”.
Enrique era cada día más consciente de la separación que implicaba el “pecado”. De ahí la importancia de la incorporación en su corazón, en su mente y en sus pensamientos de “lo uno”. Esa idea rompía con muchos de sus mitos, de sus creencias y de sus experiencias.
Sin embargo, veía en la fuerza de su corazón, en la vibración auténtica de su alma, la fuerza de “lo uno”, la aspiración de “lo uno”, la necesidad de “lo uno”, la maravilla de “lo uno”, el Cielo de “lo uno”, la fuerza sintetizadora y atrayente de “lo uno”.
Todas las ideas anteriores de separación en su mente se disolvían y la fuerza de unión de “lo uno” tomaba su lugar en su profunda aspiración.
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