Josué se había enfrentado a los nombres que designaban las cosas y a las personas. En la época actual cada nombre designaba una persona de forma especial. Bien eran nombres que repetían los de los familiares, bien reflejaban nombres bíblicos, nombres de épocas pasadas o de culturas específicas que nos recordaban especiales predilecciones.
Así nuestros hijos llevaban los nombres por alguna incidencia que nos hacía elegirlos de una forma especial. Cada nombre tenía su historia. En algunas familias era la repetición de los padres o de algunos familiares. En otras reflejaban los cambios interiores que se habían producido en sus vidas. Algunos nombres indicaban el aprecio por lo exótico.
Salvo esos detalles que nos hacían elegir, la función específica de los nombres era designar a las personas. No profundizaban mucho más en sus esencias y en sus características, en su manera de ser, en su forma de pensar, en su forma de actuar. En cambio, los nombres antiguos conllevaban toda una actitud frente a la vida y decían mucho de la persona.
En aquellas sociedades el nombre identificaba la evolución de la persona. Tal era así que en ciertos momentos se cambiaban el nombre. El objetivo de su vida era recordado por el significado profundo del nombre. Esa función se había perdido totalmente en nuestras culturas. Apenas teníamos una ligera idea del significado de nuestros nombres.
En esa línea se podía entender el siguiente párrafo: “Tu nombre ancestral es el nombre de todos ellos, tal como el de ellos es el tuyo. Invoca el nombre de tu hermano y Dios te contestará, pues es a Él a Quien invocas. ¿Podría Él negarse a contestar cuando ya ha contestado a todos los que lo invocan?”
“Un milagro no puede cambiar nada en absoluto. Pero puede hacer que lo que siempre ha sido verdad sea reconocido por aquellos que lo desconocen; y mediante este pequeño regalo de verdad se le permite a lo que siempre ha sido verdad ser lo que es, al Hijo de Dios ser él mismo y a toda la creación ser libre para invocar el Nombre de Dios cual una sola”.
Josué comprendía que si realmente su nombre interno, su forma de ser era la misma que la de Dios, al invocar la forma de ser del hermano, estábamos invocando al mismo Dios. Todos éramos Hijos suyos, Todos éramos creación suya. Al aceptar esa creación, todos estábamos en la misma línea, todos seguíamos el mismo camino, todos teníamos el mismo nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario