lunes, mayo 15

HÁBITOS NOCIVOS INCONSCIENTES

Adolfo se iba dando cuenta de un hábito muy extendido que había aprendido en su vida. La costumbre de atacar con sus opiniones. En algunas de sus conversaciones había expresado: “la gestión que se ha realizado del asunto ha sido nefasta”, “La actitud de aquella persona ha sido condenable”, “los motivos de aquella persona han sido inconfesables”, “El comportamiento de esa persona hacia mí ha sido demencial”. 

Todos esos elementos negativos se habían convertido en una barrera de granito en su interior. Lo había hecho duro y sufría con dureza sus opiniones condenatorias. Los demás tenían que cambiar. Sin darse cuenta, se aceptaba a él mismo como persona clara, sincera, responsable y comprensiva. Pero las condenas caían a sus conocidos y a él mismo en las consecuencias que tenían. 

Parecía que la condenación de los demás era una naturalidad tan grande que era inconsciente de esa veta que salía de su boca y que lo sumía en un valle de ataque, menosprecio de los demás y de un concepto de su justicia superior a los otros. Todo una confusión y un sinsentido. Era bueno darse cuenta del mal que nos hacíamos a nosotros mismos. 

“Si Dios es justo no puede haber entonces ningún problema que la justicia no pueda resolver. Pero tú crees que algunas injusticias son buenas y justas, así como necesarias para tu propia supervivencia. Estos son los problemas que consideras demasiado grandes e irresolubles”. 

“Pues hay personas a las que les deseas que pierdan, y no hay nadie a quien desees ver completamente a salvo del sacrificio. Considera una vez más cuál es tu función especial. Se te ha dado un hermano para que veas en él su perfecta inocencia. Y no le exigirás ningún sacrificio porque no es tu voluntad que él sufra pérdida alguna”. 

“El milagro de justicia que invocas te envolverá tanto a ti como a él. Pues el Espíritu Santo no estará contento hasta que todo el mundo lo reciba, ya que lo que das a Él les pertenece a todos, y por el hecho de tú darlo, Él se asegurará de que todos los reciban por igual”. 

Adolfo miraba el horizonte. Darse cuenta de ese hábito condenatorio había sido todo un logro. Un hábito que había aprendido al escuchar las conversaciones y que sin darse cuenta lo había incorporado en su vida. La luz del sol bajando sobre la línea lejana de azules y verdes le centraba la mirada. Maravillas de colores se multiplicaban a su vista. 

Maravillas de ilusiones poderosas se desarrollaban al dejar de lado el hábito nefasto de la condenación sin una clara conciencia de lo que decía y de lo que no debía pensar de nadie ni de sí mismo.

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