Pablo repasaba algunos momentos de su vida en los que su imaginación interna estaba funcionando. Era pequeño y pasaba por delante de una casa. En la entrada de la misma había un ataúd y una persona dentro. Se acercó un poco a ver el cuerpo. Lo vio inmóvil, arrugado, seco, sin vida, sin movimiento.
Sin embargo, pudo discernir cierta suave figura de aire formarse alrededor suyo e iniciar una leve ascensión hacia arriba lentamente expandiéndose. Su espíritu, parecía, se liberaba en cierta manera y seguía vibrando. Al momento retornó en sí ante la voz de una persona que le pidió, por favor, que se quitara de la puerta. Nunca lo pudo olvidar.
Otro momento se encontraba leyendo una fábula. Era un hombre encorvado, doblado por sus huesos, sin tener una espalda derecha, y sus ojos siempre mirando hacia arriba con un ángulo de 70 grados. Su espíritu pedía recobrar la esbeltez, la rectitud de posición, la naturalidad del porte, la visión horizontal. Daba vueltas alrededor de la estatua a la que se quería parecer.
No dejaba un momento de admirarla, de pensar en ella, de tocarla, de sentirse uno igual. La estatua era su vida. La estatua le daba su objetivo, su ilusión, la fuerza para levantarse cada día. La felicidad encauzada en un camino de superación física y también de su corazón. Todo él lo ansiaba. Su conciencia lo quería. No había nada imposible.
Ese empeño pertinaz sobresalía con mucha fuerza. No cejaba. Parecía que pasaban los días y la curvatura era menos. El ángulo de su mirada hacia arriba decrecía. El objetivo en el que se quería convertir siempre incólume y esbelto aparecía ante sus ojos. Era toda su alegría.
La fábula terminó dando el sueño por cumplido. Esa idea tan maravillosa de alcanzar su objetivo, había penetrado en sus carnes y las había enderezado con toda su potencia, con toda su flexibilidad y con toda su esbeltez. Aquel hombre se transformó en su ideal.
El ideal no estaba en el cuerpo. El ideal estaba en su conciencia. “¿Cuán dispuesto estás a escaparte de los efectos de todos los sueños que el mundo jamás haya tenido? ¿Es tu deseo no permitir que ningún sueño parezca ser la causa de lo que haces?”
“Examinemos, pues, el comienzo del sueño, ya que la parte que ves no es sino la segunda parte, cuya causa se encuentra en la primera. Nadie que esté dormido y soñando en el mundo recuerda el ataque que se infligió a sí mismo”.
“Nadie cree que realmente hubo un tiempo en el que no sabía nada de cuerpos y en el que no habría podido concebir que este mundo fuese real. De otro modo, se habría dado cuenta de inmediato que estas ideas son una mera ilusión, tan ridículas que no sirven para nada, excepto para reírse de ellas”.
¡Cuán serias parecen ser ahora! Y nadie puede recordar aquel entonces cuando habrían sido motivo de risa e incredulidad. Pero lo podemos recordar, sólo con que contemplemos directamente su causa. Y al hacerlo, veremos que son motivo de risas, no de temor”.
Había algo en el ser humano que dirigía al cuerpo y lo orientaba totalmente. Pablo había visto como algunas personas sin gran cuerpo lo habían construido y labrado. Se habían esforzado. Se habían dedicado a sacar lo mejor de sí mismos. Tenían un objetivo, un camino, una alegría, una idea que tiraba de ellos y les daba una nueva energía.
Reconocía que aquella fábula del hombre encorvado era la realidad de la vida. No importaba quiénes éramos, cómo estábamos. La fuerza de nuestro modelo incidía en nuestro interior y luchaba por quitar todos los impedimentos que se habían instalado sin quererlos.
Había alguien grande dentro de nosotros. Sin embargo, nos rendíamos a los pies del cuerpo, le dejábamos nuestra conciencia. Así, con nuestro permiso, todo quedaba en su expresión más inicial, más deforme, más detestable, más rota.
Pablo seguía apoyado en la fábula del hombre encorvado. La conciencia no se rendía, no se dejaba invadir por el desaliento, no permitía que otro pensamiento interfiriera. Y esa grandeza salía de cada corazón de acuerdo a su objetivo y al modelo fabuloso que se había puesto.