Gonzalo estaba muy atento a las palabras de su compañero. Lo escuchaba y trataba de ponerse en su lugar. Lo escuchaba y su mente se centraba toda en él y en sus ideas. Iban saliendo de su boca, de su vida, de su mente. Y se vertían en los contenidos que le llegaban hasta él.
Le indicaba que en la casa de su compañero el ambiente era bueno en general. Solamente se enturbiaba cuando había algún revés en la familia. Entonces se cambiaban los rostros, los tonos, la intensidad de la voz, las exigencias de unos y otros y las palabras claves surgían de inmediato: “acusación”, “culpable”, “castigo”.
Era una estructura que se repetía por las más pequeñas incidencias que ocurrían entre ellos. “Tú eres el culpable del olvido de entregar esta carta. Tú debes pagar por ese olvido. Debes redimirte, debes pedir perdón y disculparte”. No valía que, por algún motivo, te hubieras olvidado. La condenación estaba servida.
Eso le hacía vivir en una situación completamente inquieta. No podía sentirse feliz. Los momentos más gratos eran aquello en los que, por un trecho, las palabras “culpable” y “castigo” no salían entre ellos. Eso se aplicaba desde la más pequeña menudencia hasta la más gorda.
“El cuchillo no está en su sitio. No lo encuentro. Tú eres culpable porque lo has utilizado y no lo has puesto en su sitio”. Sentirse culpable por actos sin ninguna intencionalidad. Entendía que debían ayudarse los unos a los otros. Comprendía que la colaboración era estupenda.
Aceptaba que tuvieran normas para conjuntarse bien. Pero, no digería, en absoluto, que en cada traspiés la palabra “culpable” apareciera en acción. Gonzalo estaba de acuerdo con la actitud de su compañero. Parecía que la mente humana en la senda por la que atravesaba le encantaba “culpabilizar”.
Había encontrado en su camino de aprendizaje que los catedráticos en la universidad que habían logrado niveles muy altos de conocimiento, generalmente disponían de una comprensión y afabilidad mucho mayor que otros sin tan altos logros. El conocimiento y la sabiduría los hacía humildes.
Ellos no solían condenar. Solían decir que estaban en una parte del proceso y que irían expandiéndose cada vez más. Su experiencia les servía de mucho. Eso le impactó. Mentes con bajo conocimiento eran muy censuradoras de los demás. Mentes altas y comprensivas no entendían eso de censurar.
Pero en la vida había de todo. En todos los niveles de conocimiento, había ese porcentaje de personas muy censuradoras y ese porcentaje de personas que no entendían lo de la censura. En la vida de aprendizaje hay errores. Si queríamos censurar, había mucho para censurar.
Si queríamos apoyar y comprender, había mucho para apoyar y comprender. Cada persona elegía su camino. “Lo que tú recuerdas nunca sucedió, pues procedió de una ausencia de causa”.
“Cuando te des cuenta de que has estado recordando consecuencias que carecen de causa y de que, por lo tanto, jamás pudieron haber tenido efectos, no podrás por menos que reírte”.
“El milagro te recuerda una Causa que está eternamente presente y que es inmune al tiempo y a cualquier interferencia. Dicha Causa nunca ha dejado de ser lo que es. Y tú eres Su efecto, tan inmutable y perfecto como Ella Misma. Su recuerdo no se encuentra en el pasado, ni aguarda al futuro”.
“Tampoco se revela en los milagros. Éstos no hacen sino recordarte que esa Causa no ha desaparecido. Cuando le perdones tus propios pecados, dejarás de negarla”.
Gonzalo veía que la idea de nuestra procedencia era vital. Si procedíamos de nuestro Padre, reflejábamos a nuestro Padre. No había condenación. Había comprensión. No había castigo. Había sugerencia de una visión mucho mejor. Una comprensión de un mundo distinto.
Por ello, algunas mentes eran capaces de vislumbrar esa procedencia y no podían culpabilizar a personas con tal honor de linaje. Eran animadoras y entendían que la mente estaba aprendiendo y comprendiendo. Al olvidar nuestra procedencia, algunas mentes se centraban en atacar y culpabilizar.
Siempre era visible la acción de una madre tratando de orientar a sus hijos. Veía en ellos lo mejor, lo maravilloso, lo fabuloso, lo extraordinario. Por eso no los condenaba. Por eso, los trataba con tanto esmero.
Al atacar a unas personas, se entendía que se hacía desde una actitud superior, con falta de comprensión y con desprecio absoluto por su procedencia. Y ahí estaba el error. El amor, la comprensión, el apoyo y la cercanía lograba cambios impensables en el alma de cada uno de los que eran tratados como lo que eran: “Hijos del Creador”.
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