Carlos, la primera vez que escuchó que había que vivir en el “ahora”, le costaba entender esa expresión. Como profesor siempre había enseñado las tres partes del tiempo tal como se expresaba en el verbo: tiempos de pasado, tiempos de presente y tiempos de futuro.
Observó que había muchos tiempos de pasado. Para el presente, presente, solamente había uno. Otro para los hechos recientes. Y varios para el futuro. Los tiempos de pasado ganaban la partida a los otros tiempos. Por una parte, era normal. Hablábamos de lo que nos había ocurrido y dábamos todos los detalles sobre los tiempos.
Era una experiencia nuestra. Lo habíamos vivido y experimentado. Sabíamos bien de lo que realmente hablábamos. Éramos duchos en hablar de las cosas pasadas. Sin embargo, en ocasiones, con muy poca precisión. El pasado pesaba en nosotros. Tenía su importancia y su trascendencia.
Cierto día entendió un poco más el peso del pasado cuando le dijeron que el futuro era el pasado trasladado al futuro. Tenían razón. No podíamos imaginar el futuro sin basarnos en el pasado. Muchos padres temían las iniciativas en el futuro de sus hijos al compararlas con las iniciativas que tuvieron ellos.
El momento presente era una brizna que pasaba en un segundo. La mente, en lugar de estar centrada en ese tiempo, se deleitaba en el pasado, en las reacciones del pasado y en las experiencias del pasado. Sonreía cuando veía pasar a ciertas personas discutiendo dentro de sí mismas. Estaban recordando una situación del pasado y la rebobinaban.
Así que Carlos empezaba a tener claro esa expresión “vivir en el ahora”. Esa idea no se aplicaba al cuerpo. El cuerpo siempre vivía en el ahora. No podía vivir en otro tiempo. Esa expresión se aplicaba a la mente. La mente era la que dejaba el ahora y se iba al pasado.
Todo un divorcio, se diría, entre mente y cuerpo. Los dos viviendo juntos y los dos yendo cada uno por su lado. El cuerpo en su presente continuo. La mente en su memoria del pasado. Nunca acababa por las vueltas que le daba a las mismas cosas. Carlos se sorprendió mucho con la idea de la función de la memoria:
“Todos los efectos de la culpabilidad han desaparecido, pues ésta ya no existe. Con su partida desaparecieron sus consecuencias, pues se quedaron sin causa. ¿Por qué querrías conservarla en tu memoria, a no ser que deseases sus efectos? Recordar es un proceso tan selectivo como percibir, al ser su tiempo pasado”.
“Es como percibir el pasado como si estuviese ocurriendo ahora y aún se pudiese ver. La memoria, al igual que la percepción, es una facultad que tú inventaste para que ocupase el lugar de lo que Dios te dio en tu creación”.
“Y al igual que todas las cosas que inventaste, se puede emplear para otros fines y como un medio para obtener algo distinto. Se puede utilizar para sanar y no para herir, si ese es tu deseo”.
El pasado tenía su fuerza en nosotros por la importancia que le dábamos a la memoria. Era lo más importante en nosotros. Había escuchado que perder la memoria del pasado era algo así como perdernos a nosotros mismos. Eso chocaba mucho con la actitud de los niños. Tenían enfrentamientos, pero rápidamente los olvidaban y seguían jugando.
Los adultos tenían discusiones, pero no las olvidaban con facilidad. Se tenía como un deshonor olvidar los agravios. En los niños era distinto. Los mayores les invitábamos al perdón y al olvido. Los niños continuaban con sus juegos como si nada hubiera pasado. Los adultos éramos adultos porque olvidar el pasado lleno de heridas era impensable. Así acuñaban frases chocantes: “perdono, pero no olvido”.
Era hora ya de vivir como niños. Las riñas se olvidaban y nos centrábamos en el juego, en la colaboración, en el aprecio y en la confianza. Lo pasado, pasado y borrado. Esa era la comprensión que Carlos entendía en esa frase de “vivir en el ahora”. Eso era realmente liberación.
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