Esteban estaba centrado en sus pensamientos. Se daba cuenta de que cada persona interpretaba el mundo de un modo diferente, con una visión distinta y con unas posibilidades y temores nada iguales. Esa era la posibilidad del ser humano. Esa era la función del pensamiento que iba interpretando todo lo que le venía conforme a su conocimiento y a su experiencia.
Era importante encontrar esos puntos esenciales que nos definían a cada uno. Y cada párrafo del texto lo iba digiriendo: “Una intemporalidad en la que se otorga realidad al tiempo; una parte de Dios que puede atacarse a sí misma; un hermano separado al que se considera un enemigo”.
“Y una mente dentro de un cuerpo son todos los aspectos del círculo vicioso, cuyo final empieza en su comienzo y concluye en su causa. El mundo que ves te muestra exactamente lo que creíste haber hecho. Excepto que ahora crees que lo que hiciste se te está haciendo a ti”.
“La culpabilidad que sentiste por lo que habías pensado la proyectaste fuera de ti mismo sobre un mundo culpable”.
Los cuatro principios tenían su realidad en el cuerpo. Nadie más había intervenido: “la intemporalidad en la que se otorgaba valor al tiempo”. La medida de la vida era así la medida del cuerpo. Todo el desarrollo del cuerpo era nuestra experiencia. La conciencia, así, quedaba totalmente arrinconada y despreciada.
El cuerpo se erigía en el determinante de nuestras vidas. La conciencia nos hablaba de transformación, de gusano convertido en mariposa, de superación de los límites del cuerpo, de objetivos que nada tenían que ver con el cuerpo. La misma naturaleza nos hablaba de una metamorfosis que nos encumbraba y nos daba la salida.
La conciencia nos recordaba que éramos mucho más que el cuerpo y que el cuerpo se transformaba. La conciencia nos decía que podíamos encontrar la unidad, la comprensión y la fusión. El cuerpo establecía que eso era imposible. Los cuerpos no podían fundirse.
La conciencia replicaba que los cuerpos no lo podían hacer, pero sí la conciencia. Todas las personas de bien tenían esos principios eternos intemporales del respeto y de la valoración. Reconocían con asombro que personas de diferentes culturas, de diferentes aspectos eran iguales en actitudes humanas y resonaba el humanismo que proclamaba que todos éramos uno.
El temor del cuerpo gritaba que para defenderse debía catalogar a los lejanos y desconocidos como enemigos. Una palabra que nos daba la libertad de matarlos, apresarlos, tratarlos con menosprecio como si nosotros no fuéramos iguales. El amor de la conciencia los consideraba amigos, hermanos, semejantes, cooperadores y amistosos.
Era una situación totalmente distinta. La del cuerpo: “hostil”, la de la conciencia “amigable”. el último engaño es afirmar que la conciencia está dentro del cuerpo. El cuerpo es el reino de este mundo. La conciencia, según el cuerpo, era uno de sus súbditos. Pero la conciencia no habitaba en el cuerpo. No perecía. No tenía límites y era, como en la metamorfosis, la mariposa eterna que siempre volaba.
Esteban estaba contento. Comprendía mucho mejor las cualidades del cuerpo. Entendía muy bien la diferencia. Los patrones para entender el significado de este mundo debían nacer de la conciencia y no del cuerpo. La conciencia era universal y nos hacía uno. Ese era su ideal y su eternidad.
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