lunes, agosto 14

ENCUENTROS MARAVILLOSOS CON EL ETERNO

Benjamín daba un repaso a sus años, a sus experiencias y veía cómo había ido cambiando sus conocimientos y sus seguridades internas. Cuando tenía ocho años se imaginaba a Dios Padre como un ser lo suficientemente lejano y poderoso como para hablar con Él, como para hablarle personalmente. 

A todo lo que se podía atrever era a repetir esa oración del Padre Nuestro que, a pesar de tener un título tan sugestivo, se consideraba, sobre todo, Su poder, Su capacidad de castigo, Su ilimitado alcance a todos los puntos del planeta y de la persona. 

Benjamín tenía asumido, casi sin saberlo, que la vida referida a Dios tenía su camino, su momento, y su entorno. La vida humana donde todas las personas entraban era otra cosa. Allí había muchos sucesos. Las dos vidas se unían cuando aparecía en la vida humana alguna desgracia. 

Eran dos líneas paralelas que solamente entraban en contacto en ciertos momentos de la vida: nacimiento, primera comunión, boda, muerte, accidentes. La costumbre ayudaba con esas ideas a enfrentar esos incidentes. Benjamín fue creciendo con la idea de que Dios Padre era realmente un Padre. No era esa persona lejana que sentía en su interior. 

Su intuición le abría un horizonte distinto. En sus años de juventud, hizo un avance significativo en esa relación entre él y Su Padre Celestial. Entendía que todo lo que estaba escrito en los evangelios no eran escritos para guardarles un respeto inmenso. Eran escritos para el día a día. Así que los podía incorporar en las interpretaciones de las situaciones cotidianas. 

Eso le produjo una ilusión inmensa. Se dibujaba un Padre que estaba cerca de Sus hijos y que trataba de orientarlos en su decisión interior, en su comprensión individual y en su conversación personal. Le llegó al alma esa idea de que para hablar con Dios era oportuno hacerlo en la habitación, en el silencio, en la sinceridad del corazón. 

Sonreía interiormente con la idea de que algunos creían que Dios Padre les escucharía mucho mejor con su mucho hablar y con su mucho repetir. Dio un paso adelante. A los veinte años descubrió que a Dios se le podía aplicar la palabra “papito”, una palabra cariñosa. Eso fue otro paso muy importante en su vida. Era un Ser cariñoso, afable, agradable y tierno. 

Unos años más tarde le pasó por el pensamiento que Dios Padre necesitaba de sus hijos por el inmenso amor que les tenía. Alguien le sugirió que no tratara de bajar a Dios a la altura de los padres terrenales. Era cierta irrespetuosidad. Benjamín se calló, pero su corazón le decía que el camino era apropiado. 

Solía tener conversaciones con Él en sus momentos de tranquilidad, de paz, de reflexión. Le exponía sus planes, sus proyectos, sus incidencias y sus preocupaciones personales. Era un tesoro poder contar con su comprensión. Notaba que no estaba solo. Era realmente una conversación auténtica. 

“Aquel a Quien dedicas parte de tu tiempo te da las gracias por cada instante de silencio que le ofreces. Pues en cada uno de esos instantes se le permite al recuerdo de Dios ofrecer todos sus tesoros al Hijo de Dios, que es para quien se han conservado”. 

“¡Cuán gustosamente se los ofrece el Espíritu Santo a aquel para quien le fueron dados! Y Su Creador comparte Su agradecimiento porque a Él no se le puede privar de Sus Efectos. El instante de silencio que Su Hijo acepta le da la bienvenida a la eternidad”. 

“Así como a Él, permitiéndoles a Ambos entrar donde es Su deseo morar. Pues en ese instante el Hijo de Dios no hace nada que le pueda producir temor”. 

Benjamín se regocijaba. El Padre Celestial nos daba las gracias por ponernos en comunicación con Él. En ese silencio donde todo se olvidaba, donde todo se aquietaba y se le permitía la comunicación de alma a alma. Y todo un Padre Creador le daba las gracias a Su Hijo. 

“Esto sí que era un Padre auténtico” pensaba Benjamín. Era normal que se portara como un padre terrenal lleno de sabiduría y apoyo para sus hijos. Pleno de cercanía y de comunicación para hacerle sentir al hijo que el padre siempre estaba ahí. 

Benjamín estaba contento de haberse hecho mayor. Estaba feliz de haber descubierto que todo un Dios del universo era su Padre y que se preocupaba por él como cualquier buen padre terrenal. Se repetía esa idea del evangelio:

“Si vosotros estando confundidos y siendo no sabios, cuando vuestro hijo os pide pan no le dais una serpiente, cuanto más vuestro Padre os dará el Espíritu Santo a todo aquel que se lo pida”. 

“Esto sí que era un Padre”, concluía Benjamín.

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