Santi recordaba la conversación con su amigo. No llegaba a entenderla. No la comprendía. Claro, él no había pasado por la circunstancia que estaba pasando su amigo. La entendía a medias. Le confesó que sabía que era adoptado. El sólo tenía palabras de admiración y cariño para sus padres adoptivos.
Le habían tratado muy bien. En cierta manera se consideraba su hijo. Les llamaba papá y mamá con toda normalidad. La vida, a su lado, se había desarrollado casi perfecta. Ahora había cumplido 18 años. Una energía interior le comía por dentro. Hasta entonces la había tenido ahogada.
Pero, al ser mayor de edad ante la ley, esa energía se desató con fuerza descomunal. Él mismo no podía retenerla, dirigirla y orientarla. Sus padres adoptivos le habían enseñado contención, prudencia, diálogo, sabiduría y prudencia. Realmente se sentía hijo de ellos en todas las esencias que le habían compartido.
Los había aprendido a querer, a apreciarlos, a apoyarlos en todas sus circunstancias. El agradecimiento iba en las dos direcciones. Una pareja mayor sin otros hijos le había dado acogida. Le habían dado su amor. Le habían dado su vida. Ahora se sentía en cierta manera ingrato con ellos. Pero la llamada interior le apremiaba.
Deseaba con todas sus fuerzas conocer a sus padres biológicos. Sus padres adoptivos lo sabían. Nunca se habían opuesto. Entendían su necesidad. Se sentía apoyados por ellos. No quería lastimarles. Le habían cuidado en sus años más vulnerables. Le habían orientado en sus equivocaciones juveniles. Su desvelo como padres era intachable.
Y, sin embargo, se preguntaba a sí mismo por qué tenía esa inquietud en sus huesos, en su sangre, en sus sueños de noche, y en sus ojos al imaginarlos. Ver la cara de la madre que le dio el ser. Saber del padre que lo engendró. Todo era un recuerdo como si realmente se acordara en algún lugar de su ser de aquellas dos personas que le dieron la vida.
Santi vivía con su amigo su inquietud. Hablaban, reían, lloraban, se emocionaban, imaginaban, se abrazaban y caminaban juntos en la vida. Estudiaban juntos. Se apoyaban mutuamente. Era una amistad sentida por ambas partes. Esa inquietud golpeaba la vida de los dos amigos.
Un recuerdo sentido pululaba en el corazón de su amigo. “Devolvámosle al soñador el sueño del que se desprendió, el cual él percibe como algo que le es ajeno y que se le está haciendo a él. Una diminuta y alocada idea de la que el Hijo de Dios olvidó reírse, se adentró en la eternidad, donde todo es uno”.
“A causa de ese olvido ese pensamiento se convirtió en una idea seria, capaz de lograr algo, así como de tener efectos reales. Juntos podemos hacer desaparecer ambas cosas riéndonos de ellas y darnos cuenta de que el tiempo no puede afectar la eternidad”.
“Es motivo de risa pensar que el tiempo pudiese llegar a circunscribir a la eternidad, cuando lo que ésta significa es que el tiempo no existe”.
Santi se daba cuenta de que ese sueño olvidado en nuestro corazón debía despertarse un día de la misma manera que había despertado en el corazón de su amigo por sus padres biológicos. Saber que somos hijos de la eternidad, con una conciencia plena y grandiosa.
Dejar de pensar que solamente somos cuerpos con un limitado trozo de tiempo. Conocer que nuestra conciencia se desplegaba con toda su fuerza y deseaba entrar en esa eternidad, es decir, el no tiempo con la misma fuerza que su amigo deseaba conocer a sus padres biológicos.
Santi tenía la firme sensación en su interior que poco a poco cada persona iría despertando e iría suspirando con todo su fervor por el encuentro de esa eternidad, por el encuentro de esa realidad lejana a nuestras vivencias como eran las de su amigo, pero una fuerza en su interior suspiraba por ella.
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